CAPÍTULO TERCERO
CAPÍTULO TERCERO ¿Cómo?
Cuando los jinetes del
apocalipsis cabalguen y te encuentren en su camino, sucumbirás a la muerte.
Quiero volver atrás en mi memoria, sólo a momentos que casi eran perfectos,
ya que el dolor que impregna mis días no tiene derecho a borrar sensaciones y
sentimientos. Recuerdo la vida en el pueblo que transcurría plácida y tranquila
en el comienzo de nuestra relación como marido y mujer. Era todo lo pacífica
que podía serlo en una tierra ocupada, con soldados en las calles, donde los
vecinos de la villa, de una u otra forma, vivían del trabajo y jornales que el
invasor aportaba. Era un juego en el que la fiera daba de comer a la fiera,
para intentar mantener una convivencia pacífica.
Era un espejismo, ya que el soldado siempre sería soldado, por la
espada que portaba en su cinto, y el pueblo siempre sería pueblo, por la piedra
que guardaba en su mano.
Nuestra vida de pareja se centró una vez construida nuestra casa, en seguir
levantando nuestro hogar, piedra a piedra, muro a muro, y llegó el día de
completarlo, no ya con una mesa o una vasija, sino con un hijo.
Lo que hasta entonces había sido una sucesión de días dedicados a la nada,
en una pareja que vivía los convencionalismos y los usos y costumbres de un
pueblo aislado del mundo, nos brindó la oportunidad de crear ilusión de
presente y futuro.
No puedo describir la ilusión que sentí como padre, al ver por primera vez
esa promesa de vida y futuro que la naturaleza y mi amor trajo. Cómo me hubiera
gustado ser yo quien lo hubiera llevado en mi vientre para sentir ese vínculo
reservado siempre a la madre por las leyes de la naturaleza.
Ver por primera vez esas pequeñas manos, que con tímidos movimientos
rasgaban el espacio que le rodeaba. Esos pequeños y curiosos ojos, que
comenzaban a atisbar el mundo que le iba a abrazar.
La energía de su llanto, reclamando la atención que le pertenecía por
derecho propio.
Un hijo es, y así lo fue para mí, la posibilidad de estar frente a
frente a mi propia conciencia, enseñándole, aprendiendo, llenando su vida de
experiencias y vivencias. Su padre y madre, debíamos cumplir nuestra obligación
de darle días de amor y paz, que forjaran en él, en un futuro lejano, en el
camino de la vida, la buena persona que todos tenemos la obligación de ser,
para hacer de éste, un mundo mejor.
La vida me había otorgado la posibilidad de disfrutar de su vida y dar un
nuevo sentido a la mía, sintiéndome orgulloso, pensando que podría enseñarle a
ser el caminante que todos acabamos siendo en el sendero de nuestro destino.
Podría transmitirle lo que un día lejano ya, mi abuelo le enseñó a mi
padre, y a su vez, mi padre a mí. Podría ser el referente que cuando anciano
él, viniera a su memoria, para recordar que fue la bondad lo que impulsó a su
padre a dedicarle tiempo, interés y cariño.
Un hijo, ese hombre al que enseñar a abrir los ojos y mirar, ese ser a
quien se habla cuando tiene uso de razón usando palabras que no llegan a
transmitir todo lo que se piensa, porque en nuestra mente se están recordando
las vivencias que nos hicieron aprender por errores que se cometieron y
aciertos que se celebraron.
Y en ese primer momento de vida de un hijo, donde el espacio y el tiempo
deberían quedar concentrados exclusivamente en él, en su madre y en su padre,
fue cuando recibí una de las certeras puñaladas que después sabría mortal, y
por la que fui perdiendo, con el transcurso de los años, la sangre de mi
sagrado matrimonio.
Toda la estirpe de mi esposa, entró en mi hogar, y tomaron como suyo lo que
no lo era, nuestro hijo. El pequeño, indefenso, iba de mano en mano, en
un ritual que parecía ancestral, heredado, en el que el niño se convertía en un
objeto que poseer. Y lo peor, la puerta no la derribaron, sino que la abrió
ella, dando por supuesto que el camino de la felicidad de los suyos tenía que
ser el mío, y yo no la cerré por ver feliz a la persona que amaba de forma
incondicional.
Establecieron vínculos, no de familia, comprensibles y aceptables por
cualquier puro de sentimientos, sino de dominación y control que hicieron
patente, cuando día tras día, durante dos largos e interminables años, mi
pequeño se convirtió en el simple y vacuo reflejo de su estirpe, sin importar
la identidad del niño, su futura personalidad aún por determinar, única e
irrepetible. El patriarca llegaba a vanagloriarse entre amigos, risas y
tragos de alcohol de que ese hijo mío había heredado incluso las
características de sus genitales, mostrando cuan injusta fue la naturaleza con
ese hombre adulto, al que había dotado de tan limitadas capacidades cognitivas,
relevando la inteligencia a un plano tan secundario que no dejaba de mostrarse
como lo que siempre fue, una caricatura grotesca, una tara de la naturaleza que
nunca debió existir.
Alfajarín |
De idéntica manera que el animal salvaje orina para marcar el territorio,
ellos se repartían el niño que había heredado exclusivamente los rasgos de su
progenie. Nada de su padre, todo de ellos, dándole un sentido material a un ser
humano, a un hijo de Dios, aportando un único sentido a su vida, la de ser el
medio para sus propósitos.
Durante años analicé si me equivocaba viendo la realidad de forma parcial e
interesada, cayendo en el error. Pero no fue así, puesto que el tiempo y las
personas de una familia de tres, estaba plenamente disponible para ellos y sus caprichos, bajo el arbitrario designio de sus
voluntades, no sin que este estilo de vida no evitara que cuando otra opción
más interesante e importante como un funeral o un acto en el templo captaba su atención, nosotros
quedábamos olvidados en una casa que se agrietaba cada día un poco más porque
se crearon tensiones innecesarias en una pareja que olvidó el motivo de estar
unidos. Cuando se olvida la razón, el motivo que nos lleva a iniciar un camino,
se pierde el sentido que tiene para nosotros alcanzar una meta.
Y vivía en una casa que tampoco era mía ya, porque siendo como fue, que la
sentían como propia desde los cimientos hasta el tejado, llegaron a determinar
lo que debía ser, sin opción a la decisión u opinión de los demás, cerrando
cualquier vía al respeto, en este caso a mí, decidiendo en cada momento lo
oportuno. Me negaban la opción incluso de decidir qué normas eran las
oportunas, llegando a censurar incluso los horarios de sueño de mi hijo.
Olvidó la que fuera mi esposa que quien pasó las noches en vela junto a
nuestro hijo fui yo, y no esa familia por la quien apostó. Ni un solo acto de
mi persona valoró. Eso hace el desagradecido; menospreciar el esfuerzo de los
demás y negarle el carácter de acto a valorar.
Y ese fue el día a día de nuestra "sagrada familia", parando el
tiempo y el espacio sólo para ellos y cuando ellos determinaban, y no sólo eso,
sino con el derecho a decidir qué se debía opinar, ya que siempre fueron
cíclopes de un solo ojo, que nunca supieron mirar más que en una dirección, que fue la de su propia satisfacción.
No había límite en las interferencias ni en las injerencias. Ellos fueron
felices haciendo y decidiendo a su libre albedrío, imponiendo sus normas por el
mero placer de su hedonismo.
Y aun cuando todo lo permitiera, aun cuando todo lo aceptara, la que
entonces era mi esposa, no se dignó a conocer qué pasaba por mi cabeza ni por
mi corazón, ni lo quiso saber conscientemente, puesto que la única fuente de
satisfacción que debía mantener siempre brotando era la de su progenie y
familia.
No sólo fueron actos perversos. También sus necedades nos acompañaron. Y no
fui la única persona que sufrí esa falta de respeto y sensibilidad.
La abuela ideal, la caricatura que representaba, llegaba
a decirles a otras en su situación:
-"Todos los nietos no son igual de guapos", generando con su
desprecio dolor.
Alguien debería haberle respondido:
-"Tampoco todas las abuelas saben serlo".
Cuan feliz me sentía cuando ellos determinaban que no podían faltar a un
ritual religioso o social, que en un orden de prioridades enfermizo, suponía un
acto inexcusable, ya que la necesidad de su estirpe se sació devorando la vida
de los demás, posiblemente por las carencias de sus propias vidas.
Esos días en los que se olvidaban de nosotros, vivíamos la vida de familia
que debía ser lo habitual, y que por desgracia fue siempre la excepción.
Mis intentos de llamar la atención caían en el vacío de su silencio, y
luchaba en vano contra el monstruo de la indiferencia. Imposible soportar sin
pronunciar una sola palabra ante cada injerencia de los suyos sin llamar la
atención de lo irracional de sus actos y expresiones de imposición y desprecio;
y con cada lamento que pronunciaban mis labios, sin yo percatarme, abría el
peligroso camino a mi destino.
Lo que más lamento es que todas aquellas costumbres propias que defendieran
durante dos largos años no fueran tomadas en consideración como lo que fueron,
un sacrificio para mí y una demostración de amor.
En el cumplimiento garantizado de esas tradiciones en nosotros éramos meros
instrumentos de algarabía y diversión. Una familia convertida en la base del
entretenimiento de personas incapaces de frenar palabra alguna, ni en tener la
consideración exigible a cualquier ser humano de medir sus actos y sus palabras
antes de perjudicar a nadie.
El sonido de un carro viejo presagiaba cada día su llegada, y con ese
sonido inconfundible, mi sensación de miedo ante momentos que sabía generarían
molestias y en el peor de los casos, una burla o ataque a mi persona.
Preparaban sus palabras y frases como espadas que desenvainar en el momento
preciso en el que sabían que la guardia estaba baja.
-“Los que estudian mucho las leyes sagradas, acaban volviéndose locos”,
decía el patriarca con marcando una leve sonrisa sarcástica de satisfacción,
tras pronunciar una frase que habría resonado en el vacío de su estupidez.
Y como pareja, vimos como los días pasaban, como quien ve fluir el agua de
un río, sin la necesidad de beber.
Noche tras noche me ofrecía su indiferencia y su espalda,
y en el momento calculado, espaciado y frio de la entrega a su esposo, notaba
como pasaba en su cuerpo factura toda aquella tensión generada por quien entró
en mi hogar, ya que yo estaba en el que creí mío.
Me enfrentaba no a un abrazo de amor sino a la sensación
que deja el hielo.
Viva muestra de la incapacidad de comprensión de un ser humano que no está dispuesto a
compartir un destino, sino que pretende imponer el propio y a la vez anular el
espacio y el derecho de otro ser humano a tener su propia personalidad,y lo que es peor, cuando el compañero de viaje pierde
valor, se le abandona olvidando que las personas, con sus defectos y taras,
también sienten. Y la mayoría de las veces, sienten el dolor que los duros de
corazón les causan.
Aún recuerdo la frase que me dedicó cuando nos conocimos:
-“Espero no decepcionarte nunca”.
Si tuviera ahora voz te respondería:
-“No me decepcionaste tú. Lo han hecho tu ausencia de
sentimientos y tu egoísmo”.