CAPÍTULO DECIMOCUARTO.
CAPÍTULO DECIMOCUARTO.
Todos
encontramos lo que alguien quiso abandonar.
Tras unos meses en el camino, compartiendo nuestras
palabras , nuestro
tiempo y aliento, nuestra fama se había extendido, y nuestra visita a cada
nuevo lugar del entorno era recibida con gran gozo y expectación para quien la
esperaba, aun cuando fuera motivada por la curiosidad de estar con ese grupo de
hombres que decían sanaba el alma.
Es inimaginable la necesidad que la gente tiene de ser
entretenida debido al hastío de sus vidas, vacuas, vacías e incluso monótonas,
y a los golpes que reciben de forma continuada de quien no cuenta con la mínima
deferencia hacia su prójimo.
Es inaudita la capacidad humana de depositar su confianza
en el más mínimo atisbo de esperanza y sorprendente con qué facilidad encuentra
el ser humano en el más mínimo cambio o en una ilusión una posibilidad de salto
de sus vidas.
Somos capaces de imaginar cómo es la vida ideal y haremos
todo lo que esté en nuestras manos para representar ese papel que nos lleve
reflejar en los demás lo que deberíamos vivir.
Muchos encontraron en nosotros aquel martillo con el que
romper la quietud de la costumbre en la que nada cambia.
Si nuestra voluntad era mover conciencias, denunciar los
desmanes del sucio, pocas fueron las que se desplazaron del lugar donde las
encontramos. Todos escuchamos pero pocos somos capaces de entender.
A su vez, entre la multitud, cada vez era más frecuente
ver las caras de los espías, que llevaban nuestro mensaje a quienes se sentían
amenazados e inquietados. Nadie en su sano juicio se siente tranquilo cuando
encuentra la piedra que bloqueará su camino. Si esta piedra es pequeña, la
moverá casi sin sentirla, pero cuando la piedra es enorme, el esfuerzo puede
ser inútil, así que mejor eliminar los pequeños obstáculos antes de que crezcan
y se hagan imposibles de asumir.
No entendían nuestro mensaje, y frente a otros profetas
que clamaban contra el invasor opresor, o contra los que ostentaban el poder
cobarde de nuestro pueblo, nosotros, hablábamos del amor al prójimo y del dolor
causado por el inconsciente, el cobarde o el egoísta.
Ni tan siquiera hacíamos peligrar lo que mueve el interés
del avaro, que es el dinero.
En varias ocasiones, alguno de esos infiltrados quiso ponerme a prueba, e interrumpiendo mi discurso me espetaba:
-” Y siendo que tu palabra es libertad, lo será también
para que nuestro pueblo se libere de la desgracia de pagar los tributos al
templo y al invasor, que resta comida en nuestro plato, y que reconoce valor a
la moneda del extranjero, ¿verdad?”.
A lo cual yo respondía:
-“Si en vuestra mano cae moneda que no es vuestra,
devolvedla a su legítimo dueño, porque no hay necesidad de tal metal para alcanzar
la felicidad. Y aun siendo de vuestra propiedad, dejadla olvidada, ya que
muchos son los que creen que la riqueza, y lo que con ello se compra, les
aportará felicidad frente al vecino al que puede mostrar su capacidad de
acumular.
La mayor riqueza de esta vida no se puede enseñar ni
conseguir en un mercado, y ésta es y será siempre, la que haga que vuestro
corazón se sienta feliz. Nunca cambiaría un abrazo por una moneda, o un beso
por una casa, puesto que quien así lo haga, ni merece el abrazo, ni sabrá nunca
valorar un beso”.
-“A quien mida su vida por el dinero que pueda tener, o
las cosas que pueda comprar, le digo que tendrá una falsa sensación de
felicidad, pero siempre será pobre, y lo que es peor, por el camino perderá la
oportunidad de conservar a personas que nunca la moneda compraría.
Ha querido la naturaleza humana crear el vil metal, y
desde ese mismo momento, nos hemos empeñado en poner precio a todo, incluido al
ser humano y a cuantos actos es capaz de realizar.
Por eso encontraréis mujer tratada como ramera, porque la necesidad quiso
que no tuviera medio para subsistir. Y el pecado no lo comete ella dentro de su
necesidad, salvo que sea la avaricia la que la empuje a tal vida, - y aun así
recordad que obra ejerciendo su libertad - , sino quien paga el precio a lo que
la vida nos traería como premio al amor, .
Quien comete el pecado es el que trata
como objeto a un ser humano, pagando besos, abrazos y momentos de falso
amor.
Y quien antepone un bien material a un sentimiento,
muestra su verdadera cara inhumana, porque ningún bien en la tierra es tan
valioso como el sentimiento recibido y entregado a una persona”.
Cuando nos reuníamos a solas los miembros de esa nueva
familia les reconocía la dificultad de hablar de dinero. No podía renegar del
dinero en un mundo donde todo se paga, pero tampoco mostrar que teníamos la
necesidad de obtenerlo.
Aunque la gente nos invitaba a su mesa para contar con
nuestra presencia, muchos eran los que nos entregaban monedas con las que
conseguíamos sustento sin necesidad de trabajar como antaño lo hiciéramos para
lograr pagar el plato de comida con el que llenar nuestros estómagos.
Como grupo, desde el comienzo comenzamos a organizarnos
para que cada cual tuviera su función de idéntica manera que un cuerpo requiere
de todos y cada uno de sus miembros para seguir adelante.
Y fue en aquel
momento de mi vida en el que todo cambió, y lo hizo una vez más sin que tuviera
la capacidad de llegar a imaginar ni prever lo que acontecería, ya que vivir es
encontrar sin esperar. Siempre creemos que podemos llegar a planificar toda
nuestra vida, controlando todo lo que nos acontece y acontecerá, sin ser
conscientes de que de igual manera que el camino
cambia en virtud del sol o de la tempestad, la vida cambia cada día, y el ser
humano no es capaz de entender que todo es susceptible de cambio. Un cambio que
siempre escapará a nuestro control. Y dependerá nuestro éxito o nuestro fracaso
de la capacidad que mostremos de adaptarnos a esos cambios que vivimos.
Quien se quiera engañar pensando que nada pasa sin su
conocimiento y aceptación, recibirá un día la visita de la muerte, que es de
los pocos actos que ni esperamos ni queremos.
Ahí estábamos, dejando nuestra imagen frente a los demás, y olvidando quizá , que cuando nos mostramos ante ellos , nos
centramos en el beneficio que nos reporta a nivel personal, pero olvidando que
interactuamos con los semejantes , y que frente a nosotros, el resto de la
gente recoge esa imagen que ofrecemos, la interpreta y visualiza, dejando en su
interior un reflejo de esa persona que ven, que no
necesariamente tiene que coincidir con la persona que somos en realidad.
Era difícil no percibir una mirada interesada, una
curiosidad despertada en alguien que fijaba sus ojos en mí.
Y que un día el destino quiso que la vida de dos personas
se cruzara. Da igual qué y cómo pasó, pero la mirada de una muchacha que me
encontró en mi labor habitual de predicar, se cruzó con la mía. Qué
casualidades marca el destino, que hace que nos crucemos en el mercado o en el
templo con personas que nunca serán nada, mientras que otras entran de repente
como actores en una comedia o en una tragedia, en función de cómo sea nuestra
vida de feliz o infeliz.
María, esposa de Jacob, madre de dos pequeñas criaturas
que casi no sabían ni hablar, se sintió golpeada, casi zarandeada por la imagen
que reflejaba en mis sermones, la imagen de un hombre con la energía con la que
me dirigía a todos al predicar.
Miradas y pensamientos, imaginaciones y sensaciones.
Surgió en ella una necesidad de saber de mí, de mi vida, de mis deseos y
gustos.
Me escuchó ese primer día embelesada, llevada por la música que marcaba la entonación de mis palabras, sin importarle ni el contenido ni el mensaje, dejando que la emoción de la adolescencia pasada y olvidada regresara a su vida.
Me escuchó ese primer día embelesada, llevada por la música que marcaba la entonación de mis palabras, sin importarle ni el contenido ni el mensaje, dejando que la emoción de la adolescencia pasada y olvidada regresara a su vida.
Cuando ese día acabó el sermón, regresó a su hogar,
cumplió con sus deberes de madre y esposa, pero ocultó los sentimientos de su
corazón guardando ese secreto como el más preciado de los tesoros que pudiera
proteger de todos aquellos que la rodeaban en su vida.
El mismo entorno creado como hogar había ido creando poco
a poco en ella una sensación de soledad y opresión, de gris frente al color que
debería tener una vida en la que parecía que nada le faltaba.
Querer a una persona implica comprenderla, entrar en su vida, en sus circunstancias, y con el tiempo aprendí a amarla y a ver que las circunstancias personales con las que convivía eran la pesada carga generada por una vida anodina, carente de emoción, una vida monótona donde se repetían los días.
Si antaño llevara una desordenada vida, repartiendo momentos de placer
perecedero a todos aquellos hombres que se cruzaban con ella, entregando su
cuerpo, pero siempre guardando protegido su corazón, llegó el día en que eligió
al que proyectó en su mente como un hombre cabal y honrado, buscando la
estabilidad, la paz y la tranquilidad cuando ella sintió que era el momento
adecuado para tal empresa, movida únicamente por la
necesidad de presentar orden ante unos padres que a fuerza de no mirar, nunca
acertaron a descubrir.
Ella entendió que era un acierto alejarse de quienes no
le aportaron más de lo que le aportaría un breve suspiro, pero cometió
el error de querer edificar junto con quien es incapaz de mirar , ni de tener la capacidad de mover un solo musculo de su cuerpo, ni tan
siquiera para levantar en un abrazo a su ser amado.
Con el paso del tiempo su cabeza comenzó a comprender que aquella decisión fue una equivocación. Comenzó a sentir la soledad de quien vive con un ser que pese a su bondad, carecía de la habilidad necesaria para saciar a quien le acompañaba.
Aquel marido era una isla en medio de un hogar, absorto
las más de las veces en su mundo, del que sólo salía para reclamar el derecho
conyugal del lecho, sin importarle la necesidad de María. Ese hombre se sentía
cómodo con una vida que giraba en torno a él, y perdió la necesidad de
superarse a sí mismo, ya que en su ser no existía el carácter inconformista del
aventurero o del luchador. Presentaba sesgos más propios de quien vive solo,
nunca de quien vive en compañía de mujer en el hogar, comiendo o bebiendo sin
preguntarse antes si los suyos tenían hambre o sed que saciar.
Los hijos no mejoraron el matrimonio cuando llegaron,
sino que lo durmieron en una rutina aceptada por María. El llanto de un niño o
su necesidad de comida y limpieza correspondían a la mujer, otorgando a la
fémina el papel que antaño tuvieran asignado las mujeres de nuestra sociedad,
una imagen que debiera estar superada ya, y que debió quedar anclada en el
pasado de los tiempos de la que salió. Las sociedades se empeñan en restar a la
mujer la igualdad que por derecho propio tiene, quizá porque hay que compensar la debilidad de hombres carentes
de capacidades. Tampoco ayuda a la lucha de la propia mujer por esa igualdad
entregarse a sabiendas, como si de simples objetos se trataran, a hombres que
las utilizan sin valorar al ser humano como portador de sentimientos.
Su sentir en ese hogar era el de ser un ave prisionera en
una jaula de oro, cómoda y confortable, en la que nada material faltaba, pero
en la que alguien se olvidó de preparar una habitación para la ilusión.
María, esa soñadora incansable había trabajado en los
momentos de silencio de un marido absorto en sus negocios, que eran todos los
compartidos con la pareja, en un plan de escape, pero todo dentro de una
imaginación perturbada que le ofrecía pan donde no había nada de nada, sólo
sueños.
Y en el momento de su vida en que me conoció, en el
instante en que nuestras vidas coincidieron en un mismo tiempo y lugar, soñó con su libertad como el preso sueña con
el mundo que hay tras la celda en la que está condenado, donde no hay barrotes
que quebranten la voluntad de vivir. Soñó con la segunda oportunidad de una
vida feliz, ya por fin con quien representaba el ideal no esperado ni
imaginado, pero tan fácilmente aceptado. Sintió que era no sólo brisa de
primavera sino viento fuerte que arrastra y empuja a vivir.
Las siguientes ocasiones en que me vio, fueron momentos
de felicidad y nervios, momentos en los que cualquier palabra o gesto por mi
parte a ella destinado, alimentaba la esperanza de un futuro que sólo ella veía
y que dibujaba en su mente, y seguía encontrando en mí el camino a la felicidad
que para ella querría y que seguramente siempre deseó. Por aquel entonces para
mí, gestos como acudir sin alianza que la mostrara unida a varón pasaban
desapercibidos, posiblemente porque nada piensa en ese sentido quien nunca obró
con segundas intenciones en la vida.
No podía dejar pasar la oportunidad de una palabra sólo a
ella dedicada, frente a las miles que yo pronunciaba a todos, una palabra que
germinara en su alma, dando alas a una realidad lejana a la suya, creando
mundos como aquellos que sólo vemos en sueños cuando la noche vence a nuestra
alma, momento en el que olvidamos la vida que nos aprisiona.
Pero no cayó en la cuenta de que éste es el más peligroso
de los ejercicios que el ser humano puede realizar, ya que el ser que venera,
tiende a convertir al idolatrado en cuna de todas las virtudes, dejando
huérfanos a los defectos, una imagen difícil de encajar en mí, un ser con miles de taras y con un lado oscuro debido a las heridas
de una vida compleja y plagada de decepciones, frustraciones y fracasos,
heridas que aun sangraban por todos los rincones de
mi maltrecha y ya debilitada existencia.
Y tras pasar unos días en la aldea, hecho que María
aprovechó para que su cara y su alma me fueran familiares y crearan en mi ser
la idea de que ella era parte de una realidad diaria, reunió las fuerzas
suficientes para abrir su maravilloso corazón.
Primero unas palabras nerviosas y escritas en notas que
me entregaba en mensajes que golpearon mi soledad.
Después, una secuencia de hiladas conversaciones llenas
de pasión y ternura, ocultas en el secreto que brinda la noche.
Imposible, pensaba yo, que había sido abandonado por una
mujer, aquella mujer que pensé y acepté como la persona en quien depositaba mi
vida, y entonces me convertía sin quererlo yo en el centro de atención y amor
de una desconocida que me acababa de encontrar sin ella saber que estaba
perdido entre la multitud, casada, con hijos, con un hogar que a la vista de
todos era perfecto. Envidiada por todos, ya que los que la acompañaban en su
vida veían la fachada de una casa, pero no veían el alma de una vivienda en la
que María perecía día tras día.
Fueron días de esperanza en los que ella encontraba en
medio de su vida ese momento conmigo.
Y yo, torpe e inexperto en las cuestiones de la vida, me
sentía a la par desconfiado y expectante ante el rumbo de los acontecimientos.
Antes que caer en la vacuidad del halago que representaba
que una persona tan joven como María se mostrara abierta a entregarse a mí sin
condiciones, como ofrenda que se presenta en el altar, hacía caso omiso a mis
sentidos, negando mi razón aquello que me estaba sucediendo, pero que en ningún
caso frené, movido por la curiosidad ante tan
inesperado acontecimiento vital. No me arrepiento de no detenerla, puesto que
mi alma se sentía sola y su aparición en ese momento de mi vida cubría mis
ansias, mi necesidad de sentir una mano sobre la mía, el calor de un cuerpo que
se uniera al calor que desprendía el mío.
Palabra tras palabra, llegó un “te quiero” que salió de
lo más profundo de su corazón, pronunciado y nunca escuchado, que fue como una brisa sentida e intuida,
pero nunca vista. Y tras una palabra, una caricia y una ilusión inocente, una
mirada buscando la suya entre cientos de miradas de anónimos seres que perdían
su razón de ser, su sentido, para dárselo a aquella sonrisa que brillaba más
que la luz del sol reflejada en el río.
Es increíble cómo el más leve roce de la piel sirve para
empujar la ilusión de las personas, para mover mundos y vidas.
Frente a las advertencias del peligro de incumplir los mandamientos
más sagrados, frente a los avisos de quienes me querían y querían
protegerme del daño que me podría causar quien tenía en sus manos herirme
mortalmente centrándose en su necesidad pero nunca en la mía, hice oídos sordos
a todos. A todos menos a ella.
Me prometió una vida que quise para mí, de nuevo un hogar, de nuevo una
familia, de nuevo una felicidad soñada. Es fácil la
promesa y el sueño para conseguir lo que uno quiere cuando el ser a quien se
promete es un ser herido y con un sentimiento de orfandad en la vida que
soporta.
Mis hermanos se impacientaban, pedían que viajáramos a
otros pueblos, recelaban de aquella mujer que a la vista de todos, se postraba
para lavar mis pies y ungirlos de aceites. Pero yo, en cambio, hacía oídos
sordos a sus constantes advertencias y a la vez, protegía a esa mujer, que mostraba tal
entrega nunca antes percibida por mí en ningún ser humano que hubiera conocido.
Encontramos tiempo y lugar a diario para ocultarnos de
las miradas curiosas, breves espacios de tiempo donde hacíamos un fuerte
ejercicio de autocontrol para frenar la pasión que recorría nuestras venas,
cada vez peor disimulada.
Yo, que tan seguro me mostraba ante los demás a la hora de predicar, sentía cómo una
caricia robada debía traspasar la barrera de la vergüenza de mi consciencia; en
ocasiones mis manos no obedecían a mi mente, que trataba de frenar los impulsos
sentidos en lo más profundo de mi ser, recordándome que esa mujer que se
ofrecía ante mí, era una mujer casada, comprometida por el vínculo del
matrimonio, sin derecho por mi parte a profanar la promesa emitida de forma
voluntaria ante los ojos de toda la comunidad. Es fácil asumir no desear a la
mujer del prójimo cuando esa mujer vive su vida, pero no cuando entra en la
tuya pidiéndolo, rogándolo y ofreciendo así su cuerpo, como parte de su entrega
voluntaria, asumida y sin condición.
Por todos es sabido, y hay que tenerlo en cuenta, que
acercar el fuego a la paja acaba generando el incendio, y esta certeza clara a
los ojos de un ser cabal, pasó desapercibida e ignorada por nosotros, o quizá
sólo por mí, tan falto de experiencia. Y una noche, sin esperarlo yo, pero
planeado por su imaginación, llegó el primer encuentro físico, un contacto de
cuerpos que se sintieron, labios que se descubrieron y se buscaron, derramando
amor en cada uno de sus gestos, tras un encuentro previo en el que mostró su
experiencia en el juego, haciéndose la esquiva y sorprendida ante una pasión
que ella misma se encargó de despertar.
Era cuestión de tiempo que nuestros cuerpos deseosos de
descubrir se encontraran definitivamente, y ese momento también llegó, para
hacernos sentir la magia en una noche de verano. Manipuló a su marido con un
discurso en el que se vio forzado a aceptar su salida nocturna, escapada que
fue aprovechada por María para concertar cita y lugar de nuestro primer momento
como pareja que se aleja de este mundo para adentrarse en uno en el que solo
existe un único ser, producto de dos cuerpos
que se unieron para toda la eternidad creí como un necio.
Y esa noche, la pasión contenida y a la vez alimentada
por semanas de imaginar nuestro destino sirvió para lanzar a nuestros cuerpos a
un encuentro de horas. Ella, esperando sentada en el lecho en el comienzo de
esa velada, y protegida por la oscuridad. Yo, pensando en un rápido y casi
imperceptible instante, en los nulos resultados de una vida en la que dejé que
la razón, y nunca la pasión, tomaran las decisiones de mi vida, con la escasa
eficacia conocida.
Aparté sus túnicas y ropajes, para que el calor de
nuestros cuerpos se fundiera en un cálido abrazo, que en esta ocasión no tuvo
más impedimento que el aire que había entre su cuerpo desnudo y el mío, y que
ofreció nula resistencia.
Besos apasionados de mis labios que buscaban sus labios, y
que recorrieron su cuerpo saboreando una pasión oculta a la vista del extraño y
que me trajeron el sabor casi olvidado de hembra que se ofrece. Amor
concentrado en movimientos compulsivos pero rítmicos de seres que mostraban el
deseo en su estado puro.
Vivimos una sucesión de momentos increíbles, desconocidos
en una vida tan vivida por ambos, que se combinaban por escasos momentos de
reposo, en los que los reflejos de luz nocturna me mostraban un rostro de María
casi desconocido y que me hacían sentir que descubría una nueva belleza antes
oculta a mis ojos pese a los millones de veces que antes miré con curiosidad
ese rostro.
Y la noche se convirtió en testigo mudo de lo que sucedió
en ese lecho, que no fue sino la consagración, quizá de un pecado ante los ojos
de los demás y de las sagradas leyes, pero de un amor para nosotros, y que nos
proporcionó lo que tanto sentíamos que necesitábamos, amor sin límites e
incondicional y que marcó nuestras mentes por el hecho cierto de superar las
barreras de la lógica, repitiendo ese acto de unirnos sin llevar un control
innecesario cuando dos almas que se aman se encuentran.
Llegado el momento de partir, nos vestimos, la acompañé
al hogar de su olvidado esposo durante unas horas, y hecho esto, yo, a la vez
que comenzaba el regreso al campo elegido para el reposo por mi gente, mi mente
era incapaz de asimilar u ordenar la secuencia vivida, recordando retazos de
esa pasión que movió montañas esa noche de verano.
Descubrimos ambos que el amor debía ser vivido así.