CAPÍTULO QUINTO. ¿Cuándo?



CAPÍTULO QUINTO. ¿Cuándo?


Robadle el tiempo al fruto, nunca madurará.




Cumplido el plan, nuestra familia se diluyo en la suya, puesto que el tiempo de nuestros hijos, antes de cuando en cuando nuestro, ahora se convirtió en suyo casi en su totalidad.
La educación de nuestros hijos, sus valores, su forma de vida, su forma de pensar y de actuar, todo pasó a estar en manos del verdugo, y lo que es peor, su tiempo salía del que nosotros necesitábamos para obtener el sustento de nuestro hogar, perdiendo nuestra oportunidad vital de dedicada a nuestra familia todas las atenciones necesarias.
Desapareció casi por completo el tiempo de los cuatro para crearse parcelas independientes en las que prácticamente no coincidíamos los cuatro, y lo que es peor, los dos.

La palabra se convirtió en lamento sordo.

Ella, ausente en todo momento y cumpliendo sus labores asignadas, puesto que venían de su progenie, aceptando de buen grado convertirse en marioneta voluntaria cuyos hilos movían aquellos a los que por su consanguinidad se les debía presuponer buena voluntad, manejando sin embargo nuestras vidas a su antojo.

Yo, trabajando de sol a sol para que con el tiempo tuviera que oír de sus labios que no supe ser marido. Partir antes del alba para llegar de noche a mi hogar, y encontrar las más de las veces silencio, todos los miembros de mi familia durmiendo, sin siquiera una sonrisa que me recibiera, un gesto de amor, una caricia que curara las heridas del día.
Carecía de un abrazo, que como incansable viajero, me recordara que por fin había llegado a mi ansiado destino. Como si nadie hubiera notado mi ausencia, aun cuando no faltara gracias a mi sacrificio asumido, nada en casa. Y como único agradecimiento a mis muestras de amor, en la mesa, un plato vacío.
Sólo aquellos que me acompañaron por aquel entonces en mi día a día saben cómo me lamentaba por esa vida que tan poca satisfacción me ofrecía, que tantos disgustos y sinsabores generaba.

Ellos, triunfantes. Por fin habían logrado su objetivo, que no fue el cuidado de nuestros hijos como decían, sino cubrir sus necesidades primarias como las de alimento de un animal salvaje. Sin percatarme se perpetraba una maniobra que me arrebataba a mi familia y lo que es peor, abría la puerta a la más nefasta de las enfermedades, como es el adoctrinamiento de mis hijos, seres que asumirían como propia una forma de ver la vida que en nada estaría alineada con su necesidad, sino con el egoísmo de seres que cerraban en ese momento la puerta a la libre decisión a las opciones de futuro de quienes eran a fin de cuentas hijos de su tiempo.
Sus costumbres, las únicas que garantizar, sus supercherías caducas, las únicas que proteger.

Y en nuestros encuentros de pareja, una súplica:
-"Amor, tiempo de familia y tiempo de pareja".
A lo que ella, fría y carente de emoción respondía:
-"No veo lo mismo que tu, porque a mí el tiempo se me pasa volando".

Escasos los momentos compartidos, y sus labores que le ocupaban gran parte del tiempo, si bien ella conservaba el contacto con nuestros hijos, y yo, confiado, contaba con que fuera la perfecta garante de nuestras necesidades. Nunca falto la comida en el plato de nuestros hijos, pero si en el mío. Nunca falto atención a nuestros hijos, pero si amor en nuestro lecho.

Y nunca debería poder decir que en mis labios faltará una súplica constante, para que organizara su escaso tiempo de forma que transmitiera cuando menos que yo, su marido ante los ojos del Señor, fuera una de sus prioridades. Pero lejos de serlo, siempre encontró tiempo para otros entretenimientos. Si alguien podía esperar, era yo.
Perdí la consciencia de una situación en la que había abandonado el control de mi vida por satisfacer y contentar a una mujer que había comenzado ya hacía tiempo el camino de la desvinculación emocional en una espiral de destrucción.
Una vez más el amor me había convertido en un pobre imbécil que quiso dar, y cuyo único premio fue el rechazo y el distanciamiento de su ser amado.

Poco a poco, mi paciencia se fue agotando. De la suplica pasé al reclamo, y del reclamo al grito desesperado. Pero nada surtió efecto en su corazón de hielo, tan sensible para los suyos, tan sordo para mí.
Que dura contradicción la que vivimos en ocasiones con nuestros seres queridos, que fuera de nuestras casas son la representación de la humanidad y el cariño, y en el hogar no muestran una mínima señal de amor.

Y su estirpe, lejos de conformarse con el tiempo que habían obtenido con artimañas y maquinaciones, reclamaban más y más, para conmemoraciones absurdas en las que recordar que su progenie se reunía en torno a los patriarcas que marcaban el paso no de una, sino de tres familias al compás.
Volver a crear en mí ser de nuevo una petición:
-"Amor, deberíamos estar los cuatro juntos".
Su respuesta calculada:
-"Aunque estemos con más gente, estamos los cuatro".

No hubo reunión "familiar" en la que no hubiera un ataque despiadado, o un desprecio a mi persona de esa gente tan poco acostumbrada a convivir y a respetar.
La solución que se aportó no fue erradicar la causa del mal, sino lejos de eso, pasó por determinar que mi puesto fuera en dichas conmemoraciones junto al patriarca, reconociéndole un papel de poder que nunca debió tener.
Era un libro aprendido donde se repetían las secuencias de la misma página una y otra vez. Ataque despiadado y con una falta de respeto patente, mi queja en el seno del matrimonio, y frente a mis palabras, silencio que se tornaba en justificación de mi esposa hacia tan lamentables actos.

Alfajarin
Alfajarín




No fui inteligente como ellos, puesto que por amor aceptaba cada uno de los momentos que generaban un quebranto en mi alma, y su justificación para satisfacer sus necesidades era siempre el mismo:
-"A los niños les hace ilusión".
Una frase que justificaba que debía aceptar y asumir, y que demostraba que no solo su marido, sino todos, debíamos estar al servicio de unos tiranos cuyo reino se extendía allí donde fijaban su mirada.
Nos convertimos en objeto de caprichos dejando de ser personas.

Años duró la situación, y la incomodidad que aceptaba, y que trataba de cambiar por amor, se mantenía en el tiempo y en el espacio de la que debería haber sido mi familia.
Nunca perdí la esperanza de conseguir revertir tan dura situación, ni me rendí, puesto que la familia para mi, igual que para nuestra religión, era la base de toda la vida.
Sin advertirlo admití todo y fue en vano.

Acudí a los maestros de la iglesia, que me decían y repetían que debía aceptar los golpes del destino, porque ella percibiría en mi entrega mi amor verdadero; me recordaban cómo el camino es largo y con penurias, pero que ésta era la grandeza del destino.
Me recordaban siempre que no es el sueño sino el desvelo el que nos enseña en la vida a amar y respetar. Me prometían que mis esfuerzos y mis actos abrirían de nuevo la puerta de ese corazón seco que ella portaba en su interior, para que entre nosotros volviera a renacer, esta vez con más fuerza, ese amor que nos unió un día.

Cuan equivocados estaban aquellos cuya misión es la de sanar el alma de las personas, ya que día tras día, sólo obtuve reproches y por su parte, una sensación creciente de perder su voluntad en favor de la mía, cuando realmente las palabras que surgían de mi interior, no eran látigos contra su libertad, sino llanto desesperado por conseguir lo que nunca tuve ni tendría ya: su amor.

Ese hubiera sido un gran momento para salvar una familia herida de muerte, sólo hubiera sido preciso atender a las señales que mis labios le marcaban claramente. Si nada cambio no fue porque ella no supiera del dolor  y quebranto que se producía.

Ella ya entonces empezó a sentirse como ave enjaulada en una prisión que representaba yo, no por mis palabras o mis actos, sino porque a nadie le ha gustado nunca tener que reconocer una responsabilidad asumida desde la libertad, así como dejar de hacer lo que en cada momento puede apetecer.
Las obligaciones nunca se las impuse yo. Lo que ella entendía como una resta y no como una suma, fue lo que ella aceptó en el mismo momento en que reconoció el compromiso de dejar de ser dos personas, dos cuerpos, para ser uno con un solo corazón.
Ese es el verdadero sentido del sacramento del matrimonio, no el de la celebración de un sucio acto social con el que alimentar a las fieras, o destinar el poco tiempo que sus obligaciones dejaban para caprichos perentorios que cumplir antes que el de dejar la patente la presencia en un hogar que se conformó a su parecer.

Que duro es no ser entendido por la persona a la que le entregas la vida, y cuan cruel es emprender el rumbo a un destino como el que ella comenzó a planear en sus pensamientos, los mismos que fue incapaz de transmitir con la palabra.
Anidaron en su corazón sentimientos de desesperación que le llevaron a calcular de forma paciente y consciente el más despiadado de los actos que el ser humano puede cometer: el abandono.
Dejar a un hombre que lo dio todo por sus sueños tirado y abandonado demostrando cual era su verdadera cara, y no la de la bondad que intentaba transmitir en caricias falsas pagadas por el vil metal.






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