CAPÍTULO DECIMONOVENO.
CAPÍTULO DECIMONOVENO.
Adiós
La noche había caído, y las estrellas que antaño me
hallaran amando a María me observaron esa noche solo, nervioso ante mi destino,
sudando a mares como si mi alma sangrara por la piel, y hablando en el silencio
con mi padre, al que le contaba cómo intenté vivir y sólo conseguí obtener de
la gente que puse en mi vida incomprensión y abandono.
Ruido de soldados que rompió la quietud del monte en el
que descansaba con los míos y, en una sucesión rápida de acontecimientos, casi
imposible de recordar, fui arrestado por soldados entre la huida de todos los
míos que allí se encontraban conmigo, en un monte de olivos. Aquel amigo
cumplió su misión de anunciar el lugar donde me encontraba, y prendido fui
llevado al palacete del invasor, en aquella villa de Alfajarín.
La noticia corrió como la pólvora de pueblo en pueblo
hasta llegar al lugar que me vio nacer, y de punta a punta todos susurraban en
silencio con temor a la suerte que correrían los que osaron a escucharme y a
apoyarme. No por temor a lo que sería de mi vida.
Mi madre, recibió la noticia con la quietud de quien sabe que va a perder
una vez más una parte de su ser, aceptando con la calma que otorga la sabiduría
de los años que estaba cerca el momento de saber lo que es el sabor del dolor.
Se vistió y partió con la esperanza de un castigo
ejemplar, pero confiando en la piedad del duro de corazón, porque esa era la única opción que le quedaba a mi destino: confiar y esperar.
A María le sorprendió la noticia compartiendo su tiempo junto a su marido,
porque después de dejarme tras la despedida, se refugió en esa vida que nunca
dejó del todo ni dejaría. Supuse que
sólo podría soltar un grito seco y sordo que únicamente escucharon sus
entrañas, y que comenzaría a gemir de forma entrecortada ante la crónica en la
soledad y tranquilidad que le daba la noche.
Esos preciosos ojos negros en los que me perdiera tantas y tantas veces imaginaba
que se llenarían de lágrimas, y su alma sentiría las espinas, que pese a que la
desgarrarían por dentro, podría controlar, como tantos otros sentimientos
antaño, buenos y malos.
Pero ese sólo fue mi pensamiento, puesto que sus ojos negros se permitieron
mantener la misma frialdad que reinaba en su alma, ojos secos por la misma
falsedad que portaron toda su vida, y que le permitía no desarrollar sentimiento
alguno porque los perdió en el sendero que recorrió de hombre en hombre, de
cama en cama, tantos momentos que llegó a perder la cuenta. Nada movería sus
sentimientos porque todo fue una burda mentira, como todo lo que me había
contado.
Desde niña desarrollo la misma mentira para saciar en sus encuentros
carnales, su instinto enfermo con el que saciar sus vacíos. Tinieblas de una
mente de tonos oscuros y grises, que pintaban una escena de un ser débil, que
obtenía la fuerza del impulso de sus mentiras.
Mujer que se sentía mujer con el sólo hecho de atraer machos al interior de
su cuerpo, como lo hizo desde niña, coleccionaba hombres para saciar su
instinto desesperado, manteniendo engaño tras engaño.
A Jacob, le engañó conmigo.
A mi me engaño hablando con otros y preparando su cuerpo para recibir al
siguiente testigo de sus mentiras.
No fue merecedora de amor alguno, porque no supo ni sabría en la vida lo
que es amar.
María era una mentira que los hombres se transmitían de boca en boca,
sabedores de que era tan fácil que les abriera su cama, que se la
intercambiaban como si de un objeto se tratará, y crecía su fama de loca, de la
que huían después de usarla.
María sentía que era algo, pero para sus amantes sólo fue un objeto que
intercambiar, una triste persona con la que nadie mantendría una relación para
toda la vida, motivo por el que, a su vez, ella necesitaba de la falsedad, esa
con la que decoraba sus pensamientos para sentirse alguien, puesto que de lo
contrario, no podría vivir sabiendo que no era nada. No era más que una
posibilidad de ser sexo fácil.
El gobernador protegido en su palacio paseaba nervioso por sus aposentos y notaba su
boca seca, temiendo las revueltas de un pueblo enfurecido, pero con la
obligación de contentar a los representantes imaginarios de un pueblo difícil.
En mucho se equivocaba, ya que un rasgo del ser humano es el de la cobardía, y
ese día, fue la cobardía la que triunfó frente a la humanidad.
Todos bajaron la vista una vez más, todos se ocultaron en
sus casas, para dejarme sólo a mí con la condena.
Ni rastro siquiera de las personas que cuando me
necesitaron me encontraron. Nuevamente, el justo pago del ser humano.
La que fuera mi mujer, dentro del odio perpetuo con el
que decidió convivir, sonrió sabiendo que al fin me eliminaba de su vida como
quiso desde el primer día en el que en su mente me otorgó el papel de engendro,
una imagen a la que contribuyeron las tristes acciones de personas egoístas que
sólo pensaban en ellos, pero que nunca pensarían en los demás.
Ella, la mujer que se quedó sin nombre, de tan poco que
demostró ser con sus acciones, sólo supo marcar una sonrisa por la sensación
que deja en el animal la libertad.
El gobernador una vez llegado al palacio, me expuso ante el gentío y consultó al pueblo:
-“He aquí ese quien se decía maestro, postrado y rendido
ante vosotros. Yo, como vosotros sólo veo a un hombre que cometió el delito de perturbar la quietud de vuestras vidas con
palabras que molestaron el silencio de vuestras almas. Decidid si merece la
pena dejar ante vuestra vista a un ser que perturbó nuestra paz.
Nuestro pueblo no necesita este tipo de personas, sino aquellas que acepten y asuman la paz y el orden que
siempre os hemos brindado.
Así pues, vecinos del pueblo, sed vosotros los que decidáis
la suerte del enfermo. Decidid su destino”.
Y entre la escasa multitud allí concentrada se generó un
revuelo que el gobernador interpretó como la aceptación de mi destino sin dar
oportunidad a mi defensa.
-“Así lo habéis querido, así pues será”
Y antes de apartarse de la vista de los demás, lavó sus manos en señal de
ausencia de responsabilidad, como signo
de cumplimiento de su deber.
Llevado a los calabozos, los soldados se encargaron de
fustigarme sin piedad. Ellos se convirtieron en representación física de todos
los que me rodearon en vida y que habían convivido con el odio que hice crecer
en ellos con mis actos y palabras.
Y como representantes de todos ellos, los soldados
liberaron en cada golpe que recibí una furia que me partió el cuerpo y el alma.
Me retorcía de dolor, un dolor que llegó a ser sordo
cuando la sucesión de golpes y latigazos fue ya insoportable, sin que esos
verdugos improvisados llegaran a entender que muchas palabras que escuché en mi
vida salidas de la boca de la estirpe de mi esposa habían generado más
quebranto y dolor que aquellos golpes que entonces recibía.
Llegué a un punto en el que el sufrimiento sólo me
permitió emitir breves gemidos apenas audibles.
Cada golpe de látigo representó en ese momento cada uno
de los insultos que siempre hubo quien me dedicó.
Cada uno de los puñetazos era la representación dolorosa
de cada golpe de miembro viril que entró en María a quien abrió la puerta de su
ser en actos de placer para ella y de dolor para mí.
Cada vez que uno de esos soldados escupía en mis heridas
me recordaban la frialdad de una esposa que no fue más que la cruel
representación fría del ser humano.
Corría la sangre por ese cuerpo, tantas veces querido y
admirado por María, mujer para la que sólo alcance a ser un pobre amante y
nunca un esposo. Y pensar que sólo quise ser el hombre de su vida, y que ella,
una vez más, se quedaba protegida en su hogar, sin arriesgarse
a perder la comodidad en la que se ocultaba de la verdadera vida.
Y mientras yo perdía la mía, ella
rehacía la suya iniciando nuevas conversaciones con otros hombres como lo
hiciera conmigo, con el destino de abrir sus piernas y cerrar sus recuerdos.
Ese era el amor que sentía por mí, capaz fácilmente de borrar mi presencia en su ser con la
atención y las palabras de otros.
Ojala hubiera sentido el amor en su máxima expresión, con
menos promesas futuras que nunca llegaron y más demostraciones de sentimientos
reales que son los que llevan a no abandonar a quien se ama, ni a eliminarlo de una vida.
Sentía el calor de mi sangre como en su momento sentí
toda semilla depositada en María por los elegidos tarde tras tarde para llenar
esa alcoba prestada en la casa de su antigua amiga, o en la de sus propios
padres siendo joven, y que mancilló todo su cuerpo sin dejar rincón que
reservar para mí.
Y pensar que aun después de abandonarme seguí esperando una
muestra de amor que me mostrara que su sentimiento era más fuerte que la razón y que sus falsos miedos y que lo que
sentía en efecto era amor.
La misma esperanza que no pasó de ser un engaño como
sintiera con mi mujer ante los demás.
Esperar que el amor de una mujer y su piedad no
permitieran que quedara solo y abandonado.
Sentía que apenas podía abrir los ojos, sufría el dolor
en cada parte de mi ser, tanto de mi cuerpo como de mi alma, y con cada nuevo
golpe parecía que no cabía más dolor, pero como en la vida, se puede soportar
más, doy fe.
Y recibí esos puñetazos como recibí esos insultos, y el
malestar que recorría aquella masa sanguinolenta en la que me había convertido
esa tarde infernal.
Cuando creí, como sentí en esa vida de matrimonio que todo el dolor
había llegado a su fin, la realidad me deparaba algo más, ya que tras ser
coronado como rey con una corona de espinas, fui sacado a recoger un pesado madero
que había en un solar cercano y entre soldados llevado a mi destino.
Mi último paseo fue entre las calles de aquel lugar y
recorría a duras penas el camino que me llevaba a mi ansiado descanso.
Arrastraban mis pies a mi cuerpo y a mi alma, y cada vez que caía al suelo, las
patadas de los inhumanos soldados, que me trataban como me trató la vida, mal.
El pueblo cobarde asistía al atroz espectáculo en
silencio sin querer apartar la vista para no perder detalle del sacrificio
humano que se le ofrecía. Nada mejor que tener desgracia humana con la que
llenar su tiempo, presenciando el maltrato al que era sometido un ser que no lo
mereció, puesto que nadie merece por muy vil que sea dicho trato por parte de
sus semejantes.
Sólo una persona se dignó a portar el peso para que
recobrara las escasas fuerzas que se escapaban a cada paso dado. Un hombre
anónimo porque nada podía esperar de quien me conoció.
Nada cabía esperar de nadie. Incluso Lazaro me falló,
puesto que nunca supo resucitar, ya que la resurrección se encuentra en uno
mismo, no en la necesidad de que te levanten los demás. No entendió porque no
quiso entender, no porque le diera la oportunidad de encontrar el camino a la
luz.
En una vida en la que debemos ser menos “yo”, para ser
más “tú”, se encuentra la verdadera razón del amor, y siempre marcado por la
arbitraria voluntad del amor mutuo, no por la obligación que marca el corazón
de uno, sino con la aquiescencia de dos.
Y la comitiva de reo y soldados avanzaba penosamente y cerrada solamente por
una mujer unida a la desgracia, mi madre, puesto que
María me abandonó. Y mi madre lloraba desconsolada mi destino.
Y el final del camino fue aquel monte que vigilaba la
villa.
Tumbado en el suelo sobre el madero que porté, sentí cómo mis muñecas se rasgaban y mis
entrañas se removían viéndose penetradas aquellas por largos clavos oxidados.
Golpe a golpe de martillo, pedía el fin sin palabras.
Levantado después y clavado el madero que porté en un
árbol de aquel lugar destinado a tal efecto, mi cuerpo quedó expuesto como
representación del castigo destinado a todo aquel que osara quebrantar el orden
establecido, el mismo que otros antes habían roto con sus actos y aceptando eso
sí, a todo aquel delincuente que no perturbara la paz con sus tropelías.
Y en ese momento, fui consciente de mi final.
Triste el destino de aquel que sólo quiso ser feliz pero
que no lo consiguió. Desgarrador final para un alma que luchó con todas sus
fuerzas por un sueño representado por un hogar feliz, una esposa que me amara y
unos hijos que me sonrieran, únicos motivos por los que vivir.
Hasta el aire que respiraba dolía en aquel cuerpo que ya no lo era.
Había perdido la vista ya que la carne que rodeaba mis ojos se había hinchado evitándome la visión que todo moribundo tiene de soledad, y no pude ver postrada a mis pies a la única mujer que me amó en vida y que pese a mis defectos seguía ahí, llorando desconsolada.
Había perdido la vista ya que la carne que rodeaba mis ojos se había hinchado evitándome la visión que todo moribundo tiene de soledad, y no pude ver postrada a mis pies a la única mujer que me amó en vida y que pese a mis defectos seguía ahí, llorando desconsolada.
Hubiera sido bonito ver ese momento en el que mi mamá y mi niña unían sus vidas por mí. Pero no pudo ser porque
mi niña huyó de mí creyendo que la distancia sería la solución a un dolor que
nació del pecado carnal de amar.
Mamá sentía el aullido del alma que siente esa madre que
pierde a su hijo.
María sólo supo protegerse a sí misma, y no quiso asumir que había
destinado una parte de su vida erróneamente a
aumentar la desesperación de un hombre del que tuvo la salvación en su mano si
hubiera sido capaz de controlar su rabia, nacida
desde lo más profundo del falso amor y del desequilibrado mundo creado por la falta
de confianza que se genera en personas que como ella, esconden su debilidad
huyendo de la realidad y cuyo único destino en la vida es aislarse de los
demás. No ser nadie estando rodeado de gente que la utiliza y de la que se
vale.
Todo el dolor sufrido en una vida concentrado en un solo
instante de mi vida, el de mi final.
Un cuerpo suspendido mostrando la imagen de un ser representando el castigo que espera a
quien quiere ser uno mismo desafiando a los demás.
Movía mi cabeza con movimientos que eran acompañados de
quejidos que salían de mi alma, y buscando en vano la sensación que se siente
cuando alguien abraza en la desgracia, o
cuando menos, buscando en el vacío a quien estuviera llorando mi desgracia como
muestra de un sentimiento de amor que en vida nunca logré descubrir en las
personas que conocí.
No podía articular palabra pero seguía hablando en mi
interior, y las últimas palabras que soy consciente que pronuncié y que sólo yo
escuche fueron:
-”Padre, porque me dejaste en este mundo que nunca me
comprendió. Abrázame papá”.
Y mirando sin ver, sin abrir los ojos porque ya no era
cuerpo lo que me rodeaba, aturdido y en un último acto de vida dije:
-“Te quiero para siempre”.