CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO.

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO.


Todo acto de vida pasado es como un acto de fe, que está dibujando sin nosotros saberlo nuestro futuro.




María tenía frente a si a un hombre del que se sentía profundamente enamorada. Era la representación del ser que buscó en otros hombres en su adolescencia y que nunca encontró, o eso quería pensar para justificar la mera satisfacción de un instinto primario y animal.
Aunque detuvo su trabajo de búsqueda con Jacob, realmente nunca abandonó su labor de encontrar a la persona que la acompañara en el viaje de su vida, y menos desde que supiera años atrás que Jacob era el hombre que cumplía con su necesidad perentoria y temporal, pero que sentía mal y amaba peor. Quizá sólo fue que se cansó de dedicar su tiempo y atenciones a un hombre vacío o simplemente lo que ocurrió fue que quería cortar de una vez por todas con una existencia que le aportaba sustento y comodidades, pero que carecía de valor para su alma. Necesitaba de una experiencia vital que la despertara de un largo letargo asumido pero no por ello aceptado. Quizá se quiso asomar a la locura o simplemente disfrutaba de una visión que nos era negada al resto de los mortales.

Sería un necio si pensara que siempre me esperó, porque ella no esperaba a nadie, sino que hacía uso de su derecho a vivir, y antes de conocerme, ya tenía planeada la huida del mundo de su esposo para encontrar la independencia que le permitiera dejar a ese hombre como quien suelta la carga que hunde en el mar.
No  fui el primero al que dedicó palabras en su soledad ni sería el último.

Y en mi fuero interno me atrevía a aceptar que ni siquiera fui el sueño ambicionado y que debía materializar, sino alguien que encontró en su caminar por la vida, puesto que si buscas acabas encontrando, y en mi encontró esa idea que ella podría modelar, que cumplía el patrón que encajaba en su nuevo mundo por descubrir y vivir.

Nuestra relación se convirtió en una lucha entre los intereses de ambos. Los míos querían tenerla en mi mundo ya, sin más esperas ni incertidumbres, sin más motivo que el amor que ella me presentaba.
Los suyos marcados por la razón, que entendía que sin pan no hay más que la certeza de la miseria, o cuando menos, de una vida normal de un simple mortal, con la continua preocupación por el día a día.
Nada importaba perder parte de su vida que eran sus hijos, a los que trataba con el mismo amor y ternura que sentía yo en sus caricias y palabras. Ella, con sus actos y con sus palabras me transmitía una aceptación a ser mi servidora. Sentía la necesidad de servirme y atenderme, de cubrir todas mis necesidades fueran las que fueran y se sentía satisfecha masajeando mi cuerpo cansado a veces,  para eliminar cualquier vestigio de agotamiento  que cada parte de mi sentía, debido a mis labores de predicar y de amar.
Y en esa lucha que era nuestro presente habitual, sellábamos la paz en nuestro lecho, con una pasión que ambos descubríamos con cada encuentro, porque ni tan siquiera en sueños hubiéramos tenido la capacidad de obtener lo que entonces nos encontrábamos.

Nuestros momentos eran una consecución de actos de amor imperecederos en la memoria, encuentros carnales que perdían el sentido pecaminoso que contenían para hacernos sentir, y en mi necesidad, llenar la suya que nunca fue satisfecha por amantes anónimos de una noche o de dos.
Cuan cruel es la memoria que me hizo olvidar que esa mujer se debía moralmente a otro hombre que no era yo.
Que bello sentimiento cuando el tacto de mi piel se ponía a su servicio, para hacer brotar la fuente de aguas en las que sumergirnos los dos.
El encuentro de dos cuerpos cuyo calor apagaba el frio sentido y que despertaba la necesidad. Cada cita consumada borraba de nuestras mentes la traición perpetrada, anulando el carácter de pecado carnal, para pasar a ser en sí un maravilloso acto de amor.
En su fuero interno y como siempre hiciera, encontraba la justificación a su conducta borrando cualquier posibilidad de engaño, entendiendo que dicha mentira sólo se produciría en caso de que ella amara a su esposo, sentimiento que ya tenía olvidado porque poco a poco se sentía más entregada a mí.

Para llegar a sentir un amor tan pleno y que llenara sus días tuvo que pasar por un proceso doloroso en el que trató de zafarse de mí, una huida desesperada que le mostró que ya era tarde para sacarme de su vida, porque quien se entrega corre el riesgo de perder toda razón.
Tampoco le ayudó a superarlo la dependencia de mi cuerpo y mi corazón que se había generado en su ser y que superaba y destruía las barreras que intentaba interponer porque nunca quise darme por vencido y perder al ser que más amaba.
El frío entraba en su vida y, en medio de la desesperación, esperaba una palabra que llegara y le mostrara que mi amor luchaba por ella, sintiéndose querida y única para mí.

Todo amor, sumergido en la locura desatada por la pasión, llega a sentirse único e irrepetible, y nuestro amor lo fue con creces porque ambos sabíamos que queríamos romper con las barreras impuestas por la vida.
Momentos únicos en los que mis manos casi de anciano recorrían su cuerpo conservado de niña deseosa de ser descubierta sin ofrecer más resistencia que la necesaria y dentro de un juego calculado que le entregaba la excitación necesaria para llegar a un éxtasis jamás sentido nunca porque nadie supo leer esas palabras que recorrían su cuerpo a la espera de ser leídas.

Una boca, la mía y la suya que predicaban en silencio para abrir nuestras mentes a una realidad desconocida; unas manos, las de ambos, al servicio del ser amado y del nuestro propio que descubrían, en su recorrido incansable por nuestros cuerpos, el placer aportado por el tacto.
Actos de amor donde ambos asumíamos un trabajo de complacernos sin olvidar que nuestro placer llegaba con el sentimiento de placer de nuestra pareja.

María fue recorriendo un proceso de desamor por Jacob paralelo al camino que recorría de amor por mí. El esposo descubrió el abandono calculado de una mujer que ya no necesitaba más de ese ser, perdiendo el sentido de servidumbre aceptada y asumida con el matrimonio. El marido se sentía y mostraba desesperado reclamando el privilegio que nunca valoró como tal de entrega de esa mujer que dejaba su cuerpo día tras día en un acto más que aceptó como propio de las labores de una esposa sin voz pero con consciencia.

Nada hay peor que descubrir la importancia de actos que por el hecho de ser cotidianos no sabemos reconocer. Y él encontró en el vacío de su lecho la relevancia que nunca otorgó a la entrega de María.

Y a la par, ella y sus actos de amor abrieron mis ojos descubriendo la crueldad de esa que fuera mi mujer, cuya entrega se limitaba a momentos vacíos y espaciados en el tiempo todo lo posible hasta ser inevitables por mis requerimientos.
Ella se descubrió a mí como la fuente que al fin, tras años de súplicas vacías, sació mi sed.

El tiempo transcurría y los días contemplaban cómo la sabiduría de María me aportaban una visión que era inspiración constante para mi filosofía de vida, esa que predicaba en lugares a personas extrañas que querían ver en mi lo que nunca sería.
Me llamaban maestro ante mi perplejidad, dado que  nunca nadie me había seguido en la vida, ni hubo momento con esa ingrata esposa en el que no hubiera decisión cuyas razones no tuviera que explicar y razonar por la ausencia de credibilidad que me otorgaba.
Las personas reclamaban mis palabras, mis reflexiones y mi opinión sin entender que a la par orientaban la vista de la bestia amenazada a mi persona.
Cuando uno obtiene reconocimiento y atención, también hacen crecer el miedo en el guardián que sujeta la correa del pueblo.
Cada vez más y sabiendo como lo sabía, aunque sin conocer la verdadera dimensión de lo que suponía para las autoridades del lugar, me fui convirtiendo en la personificación de una enfermedad, que como infección se extendía en un pueblo hasta entonces dormido.
La preocupación, lógica y comprensible, era que bajo mis palabras el pueblo despertara, y teniendo un líder que ellos sentían que aleccionaba, sólo bastaba una palabra mía para propagar el germen de la insurrección que entendían que sembraba con mi discurso. Necesitaban un pueblo dormido que aunque pudiera percibir el peso del poder opresor, se mantuviera adormecido por la costumbre asumida de lo que siempre pareció que existió.
Los sacerdotes de nuestra religión, que se suponía debían velar por los sagrados preceptos, conspiraban como vulgares mortales. Supieron apartar su vista de la molesta realidad que supuso el quebranto del sagrado sacramento del matrimonio que perpetró la que hubiera sido mi mujer, puede que por ser la hija de esos que alimentaban las arcas de su templo con las dádivas entregadas con la misma mano que abofeteaba mi cara una y otra vez con faltas de respeto propias del irrespetuoso. Pero frente a esa ceguedad interesada, abrían los ojos siguiendo la estela de mis actos y palabras, representación de un mal que debía ser silenciado.
Acallar la conciencia de un pueblo, que no saciar su hambre de pan y justicia, era toda la preocupación de aquellos seres con cuerpos engordados con cada opulenta comida que devoraban sin necesidad de ponerse de espaldas al famélico pueblo, porque el ser que se siente superior a los demás, encuentra justificación a todos sus actos, y dan por supuesto que deben ser asumidos con la misma naturalidad con la que el ser humano vive su día a día.

Enviar espías, propagar la difamación por aquellos lugares que había visitado, desprestigiarme hasta el punto de que en ocasiones aquellos que fueran mis vecinos apartaran su vista de mí, haciendo que sólo en la clandestinidad aquellos que me buscaban me encontraran, alejados de la vista de personas que ya me habían juzgado por los actos que me habían atribuido.
La maldad del ser humano hizo de mí en ocasiones un ser invisible en medio de la multitud que me convertía en ser hecho de la misma materia con la que se hace el aire transparente, robándole a mi ser el lugar que le pertenece a cualquier persona por el mero hecho de existir.
La clandestinidad en hogares que nos abrían la puerta para evitar la mirada censora, evitando la vergüenza de ser vistos con ese del que se hablaba como un ser malvado y al que se atribuían los peores pecados cometidos por una persona.

Sin ellos saberlo, no fueron mis palabras las que propagaron mi mensaje, sino el carácter de clandestinidad con el que me obsequiaron.
Nada hay más excitante para hombre y mujer que asomarse a lo oculto. Prohibir es abrir la puerta a la mirada indiscreta de las personas, obligarlas a asomarse para mirar aquello que no deberían y hacer que se hable de aquello de lo que se desearía eliminar como si nunca hubiera existido.

Se propició la contradicción de haber visto como mi mujer vivía de espaldas a mí, frente al aprecio y admiración sentida en otros lugares y pueblos, haciendo que me resultara incomprensible esa realidad en la que me sentía denostado en mi propio hogar, y respetado por personas de pueblos lejanos por la sabiduría que se me negaba en mi casa.
Y esto de lo que os hablo quedó patente cuando acercándonos a las celebraciones religiosas más importantes decidí, quebrantando la voluntad de María y sin su conocimiento, asistir a las que se celebraban en el pueblo vecino al que me vio nacer, anunciando nuestra visita con la suficiente antelación para facilitar que la noticia se propagara.

Me dejé llevar por la seguridad que me daba sentirme querido y apoyado por personas anónimas que jaleaban mis virtudes y de las que sólo recibía halagos que en poco me ayudaban a salir de mi propia falsedad, apartándome de la posibilidad de ver al fin que esa que vivía era la vida creada por las circunstancias quizá, pero que nada me aportaría salvo más males y desgracias.
Y en mi  falsa seguridad, llevado por una arrogancia que debí evitar, pedí a mis hermanos que anunciaran el día y hora de mi llegada, que pidieran que me esperaran para celebrar mi entrada como quien celebra la aparición de un mesías.

Debo reconocer que quise representar un acto de insumisión, un acto medido que buscaba ridiculizar las entradas triunfales del invasor vencedor en el que se ensalzaba al héroe que celebraba la muerte y destrucción en un repulsivo acto que satisfacía las más bajas pasiones humanas.
Y montado a lomos no de un bello corcel, sino de un triste asno entré en aquel pueblo.
La gente se amontonaba a los lados del camino por el que pasaba y pasaría, y arrancando ramas de los árboles que allí había, las usaron para saludar el paso de ese hombre que mostraba una imagen ridícula a la vista. Sus ojos percibían la desproporción entre los cuerpos del pollino y el hombre, más grande éste que aquel, arrastrando casi las piernas, alcanzando casi con los pies el suelo.
Saludaba con la mano manteniendo el gesto hierático frente a esa multitud que festejaba la mofa con ridículas muecas y risas, y que obtenía de semejante acto la satisfacción de la representación de una comedia con un solo actor. Los soldados del invasor sólo podían ver aquel acto sin atreverse a intervenir, sorprendidos y sobrepasados por aquella situación que descubrían horrorizados y perplejos. No querían generar disturbios que descontrolaran a la muchedumbre y tampoco entendían el sentido de aquella estúpida parodia de un hombre que ejecutaba un acto tan burlesco como inútil frente a los demás.

Llegado el momento de finalizar, bajé de mi montura y sin esperarlo me encontré frente a la que hubiera sido mi esposa.
Silencio.
Miradas que se cruzaron en un instante.
Rostros que sin hablarse se decían todo.

Como de costumbre, fui yo quien usó la palabra:
-“Espero que tu decisión te haya merecido la pena con tanto dolor como causaste”.
-“No hice nada. Sólo querer vivir. Nos equivocamos. Tomamos la decisión de unirnos sin meditarlo y somos muy diferentes”-respondió ella.
No pude más que mirarla atentamente y decirle:
-“La diferencia hace que el mundo que vivimos y perdimos hubiera podido ser una fuente en la que saciar nuestra sed. No se equivoca quien quiere y desea vivir, sino aquella persona que pese a aceptar una responsabilidad libremente la incumple día a día.
Fue tu carácter y no nuestras diferencias las que nos rompieron el alma. Fue tu insistencia en cumplir los sueños de los demás”.

Breve intercambio de palabras que como en otras ocasiones tuvo el mismo efecto.
Ella en su mundo y yo en el mío.
Ella impermeable a sentimientos ajenos para parapetarse en los suyos de los que nunca saldría.

La crueldad humana se refleja cada vez que una persona en su egoísmo, quebranta la voluntad de los demás, sea cual sea el precio a pagar.






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