CAPÍTULO DECIMOSEXTO.


CAPÍTULO DECIMOSEXTO.


Igual que el animal sacrificado no percibe el peligro, el ser humano no percibe la traición.




Muy atrás quedaban ya los primeros días en los que comencé a caminar con los miembros de esa familia creada de la nada, en los que descubrimos que éste es un mundo de símbolos, porque la gente se deja llevar por lo figurado, más atractivo que la imagen directa que se reserva para la crueldad de la realidad.

En nuestros comienzos,  mis primeras palabras eran escuchadas pero no calaban en las conciencias de la gente, y se convertían en gotas de agua que trataban de entrar en la roca, y con idéntico resultado pasaban de largo y caían en el suelo de la indiferencia.

Para llamar la atención, nada mejor que jugar con las palabras, ocultar el mensaje entre símbolos que ofrecieran un desafío a la dormida mente de las personas, dejando lugar a que esas palabras contuvieran todos los mensajes que el pueblo necesitaba en virtud de su necesidad. Un pueblo aturdido por el yugo del invasor y que estaba necesitado de libertad, y como ésta no se podía obtener con las armas, se la podíamos  dar con las oraciones  y predicas que destinábamos.

Esa idea de usar símbolos y parábolas, emprender un juego indefinido e infinito con las palabras, surgió de nuestro encuentro que no fue por casualidad con Juan, un predicador que desde hacía tiempo se dejaba encontrar por quien lo buscara en la orilla del río, sumergiendo en sus aguas a las personas que se cruzaban en su vida, como símbolo de volver a nacer.
Mucho habíamos oído hablar de él, y fuimos a su encuentro, ya que ese es el destino de la vida, buscar para en ocasiones encontrar. Y en ese encuentro buscado y deseado, se presentó ante nuestros ojos una figura famélica y cargada de harapos viejos para los que ese hombre había encontrado un uso útil como fue el de  vestir ese cuerpo descarnado que sostenía un espíritu que transmitía calma y quietud, alejado del mío, atormentado y desesperado por la calamidad de mi existencia.

Con todos los reunidos aquel día, tras unas palabras en las que anunciaba, porque ese es el destino de todo predicador, anunciar y prometer que ve lo que todos ansían, entró en el río hasta que el agua cubrió una parte de su cuerpo, y nos invitó a ir entrando de uno en uno.
Al llegar mi turno noté como el líquido elemento de manera imperceptible frenaba mi avance poco a poco, y al llegar a él, le di la espalda, cerré los ojos y me abandoné en sus brazos, preciso instante en el que con una decisión inesperada venció mi cuerpo hasta sumergirme momentánea y totalmente durante un escaso lapso de tiempo.
Y fue al salir, cuando noté la fuerza y necesidad del aire que requería para respirar, y sus palabras llegaron a mí:
-“Hermano, este es el día en el que vuelves a nacer y el agua en que te hundí se ha encargado de recibir y recoger todas las cargas que trajiste.
Aprovecha este momento de tu vida y entiéndelo como la oportunidad que no siempre brinda el destino para volver a empezar”.

Por desgracia nunca creí prédicas ajenas por mi carácter desconfiado y ajeno a la ilusión que otros encuentran en la primera idea pasajera con la que se cruzan.
El espíritu inconformista que me acompañó mientras tuve vida agradecía las palabras recibidas, pero nunca las digería hasta que no pasaban el debido proceso de digestión y asimilación, lo que siempre frenó la opción a creer o a tener fe.

Agua para renacer, símbolo para creer, semilla que esparcir en una tierra yerma donde todas las almas de aquellos confines se orientaban por el egoísmo del necio y la satisfacción de la necesidad propia, olvidando que la necesidad ajena también busca ser satisfecha.

Ese encuentro quedo lejos en el tiempo ya, y meses después de aquel momento me encontraba en la encrucijada de seguir mi proyecto, predicar y transmitir mi mensaje, que contenía la viva descripción de la traición, ese delito cometido por almas satisfechas durante años gracias a mi sacrificio baldío y que perturbaron el espíritu de un hombre de paz para conseguir el beneficio propio, o abandonarlo para esperar a ese mundo prometido por María en el que se postulaba como mi sirviente eterna, basándose en la idea de un amor que ella declaraba sentir por mí y que yo siempre soñé obtener con escasos resultados.

Cuando un amor es sentido con sinceridad es imposible impedir que germine en el corazón maltrecho, incluso  sin necesidad de que sea sincero en realidad, y yo lo sentí como tal desde el primer día en que nació, o por lo menos, yo así lo creí sentir.
Nunca sabré cual fue la cuna de dicho amor en el corazón de María, ni la fantasía que le llevó a aceptar y asumir ese sentir, puede que la necesidad de todo ser humano de ocultar la realidad detrás de una cortina de esperanza, pero en mi ser nació el más maravilloso y brillante sentimiento que nadie fue capaz de hacerme sentir antes , y yo, pobre incauto inexperto en las cuestiones relacionadas con la parte oscura del ser humano, me dejé arrastrar ante el  torrente de tan bello propósito que María decía asumir.

Imposible no ver nacer en mi interior amor por esa criatura angelical pese a ser repudiada por todos por su manera de ver su vida y de utilizar la de los demás en virtud de su necesidad, encajando las vidas de las personas con las que se cruzaba, y siempre acomodándolas para que no se pisaran unas con otras.

Asumí por voluntad propia una realidad que superaba la capacidad de imaginación del ser humano, enfrentándome a situaciones que nadie hubiera podido suponer que se pudieran producir, y siempre sin capacidad real de ahuyentar la sombra del miedo que nace en quien tras aceptar la horrenda cara de la realidad, es incapaz de creer.
Miedos e inseguridades, etapas y fases de vidas paralelas, la de Jacob y la mía, que giraban en torno a una sola voluntad, la de María, que generaba en mí una imagen que contraponía la belleza del amor que sentía a su lado y la fealdad de un engaño que perpetraba y que me ocasionaba la inquietud de conocer cuál sería la falsedad que a mi me estaría destinando. Era difícil disimular mi pesar ante la visión de la facilidad que ese ser en apariencia frágil tenía para controlar la realidad.

Cuando volvíamos a su poblado insistía en abrirnos su hogar para servirnos, y tal era su devoción, que cuando aceptaba la entrada a su nueva casa, no tenía inconveniente en postrarse a mis pies, desnudarlos y lavarlos ante los ojos atónitos de los demás.
No fueron pocos los que trataron de impedirlo, conocedores de que aquella que se postraba como poseída por la caridad era la representación carnal del pecado mortal.
Y yo dejaba que me lavara los pies como símbolo de aceptación consciente de esa servidumbre vivida de sumo grado y anunciada por ella. Si se postraba de rodillas ante mi cuerpo desnudo en nuestra soledad compartida, nada le impedía hacerlo a la vista de todos vestida.

Y después, en torno a una misma mesa y bajo el mismo techo, nos encontrábamos el engañado marido y el cautivo amante, mostrándome discreto y despreocupado yo para tratar de protegerla frente al peligro que vivía y que no dejaba de ser asumido libremente por quien se sabe dueña de la situación.
Y dicho ejercicio de discreción me generaba el dolor y la locura de saberla después yaciendo con él en el mismo lecho que compartió conmigo en otros instantes de nuestra existencia, y yo huía poseído por la tormenta de los celos que siente quien comparte, creyéndose de forma inconsciente dueño de ese ser que no conocía señor. Ella trataba de engañarme diciendo que nuestro acto era de amor, mientras que el suyo con Jacob era mecánico y carente de sentimiento, y que por lo tanto, no contaba. Esas eran las espinas de la bella María, hacer siempre indiferentes sus faltas sin valorar los sentimientos de quienes la rodeaban y sufrían por sus actos.
Acababa aceptando compartir, cuando merecía disfrutar un amor integro, único y exclusivo para mí, más por aquel entonces, donde la fama de nuestro mensaje llegaba a más lugares de los que habríamos sido capaces de imaginar y que si me lo hubiera propuesto, habría obtenido la atención de personas sin tantos condicionantes ni esperas.
Todos tenemos derecho a un amor único, nunca a uno cargado de discapacidades y limitaciones como se presentaba aquel, con impedimentos continuos que marcaba el ritmo de vida del cónyuge, engañado pero que no dejaba de ejercer su derecho propio.

Y vivimos aquella época como una fase de separaciones y reencuentros, despedidas sin saber si eran definitivas y bienvenidas en las que me acogía en su vientre sediento de sentir la experiencia conocida y dejándose llevar por el placer infinito y subjetivo que le proporcionaba mi cuerpo.

Lo creía todo controlado y bajo su dominio, pero se le escapaba el detalle de que mi ser herido y maltrecho, no asumía más límites ni cesiones llevadas por la falsa creencia del beneficio futuro. Un triste sacrificio movido por el amor que asumiera antaño, y que mi legítima esposa ante los ojos de todos supo explotar tantas y tantas veces en su propio beneficio y en el de los suyos, ajena siempre a la necesidad real de la familia formada y creada por nosotros y a la que nos debíamos en realidad.

María no asumía que mantuviera esa vivencia de prédicas en la que me conoció. Sabía que si ella me había encontrado fue gracias a esa vida y si se enamoró como siempre dijo de mi personalidad, fue por vivir yo en ese destino de recorrer caminos, pero ella era un ser excepcionalmente inteligente y sabía que estaba en una posición en la que no tenía más capacidad que la de prometer, pero sin poder ofrecer, y era peligroso el escenario en el que le podía ser arrebatado, porque hay más almas en el mundo que buscan saciar su propia necesidad, un mundo para mí desconocido pero tan presente donde hay un ser humano.
De nada le servían mis promesas sinceras, y mientras ella mantenía su vida sin cambios para proteger sus intereses y su apariencia, a mí me pedía el sacrificio de paralizar mis días en torno a su persona, siendo como era que sólo tenía la capacidad de presentarse como una humilde servidora, una fiel devota, pero incapaz de ofrecerme un mínimo acto que me ayudara a visualizar una realidad palpable en la que materializara esa idea de amor que ella representaba.

Eran sus celos injustificados como posiblemente los mismos que yo sentía, pero en todos mis actos encontraba peligros y para evitarlos, me presentaba dificultades y trabas, y me pedía actos que sentía me limitaban frente al ejercicio de su libertad sin mermas.
En mi ser, valorar si podía asumir de nuevo  sacrificar mis necesidades defendiendo las de los demás, siendo consciente del riesgo de que podía volverse  a repetir, pero asumía en ese punto de mi vida con escasa fe tal empresa, habida cuenta de los escasos resultados que obtuve en mi  vida anterior cada vez que con incomodidad cedí a los intereses de los demás, y en mi mano estaba olvidar la valiosa lección que la vida me había transmitido en mi matrimonio.
La elección fue clara ya que en esta vida, todos reclaman un sacrificio que nadie asume acepta como propio. Nada me impedía ser dueño tras tantos años de mi propia vida y de mi libertad.
Seguí saliendo con mi familia, predicando con la tranquilidad que acompaña a quien sabe que no oculta engaño ni otra voluntad que la de sanar a los demás, y nunca la de sanarse a sí mismo.

Para ser alguien que tanto dijo quererme, para ser alguien que tanto dijo venerarme, siempre se mostró incapaz de entender como ya lo hiciera mi antigua esposa, cuál era mi necesidad real a cubrir, y que me pedía abandonar en una cesión que era una falta de aceptación de mi personalidad.
Tenía que cambiar yo siendo testigo de que los demás conservaban sus vidas tranquilas y apacibles, manteniendo aquello que les producía satisfacción.
Sus actos, movidos por la realidad que se decía incapaz de controlar, se sucedían a sabiendas del dolor que me producían.
Los míos, eran reprobables porque tal y como me los planteaba, si los realizara ella nunca yo los aceptaría.
Una difícil encrucijada en la que me encontraba porque ese amor ofrecido tenía un alto precio que pagar, y que no era otro que renunciar a la libertad en favor de una espera indeterminada para la consecución de sus plazos y sueños.

Salí de nuevo a predicar con mis hermanos, y nada sucedió como era de suponer, porque esa ha sido la constante de mi vida. Nada sucede porque la casualidad quiere que todo pase en la vida de los demás y por lo tanto, era una falsedad hacerme responsable de una intencionalidad que nunca tuvo que ser ocultada porque nunca estuvo presente.
Me veía obligado a ocultar, no tanto por la intención sino por el miedo a la reacción de María.
Era conocedor de contravenir su voluntad, pero si todos los engaños de esta existencia fueran tan inocentes como los míos en ese momento y en otros de mi vida, nadie sufriría tanto como yo sufrí en todos los días que me tocó llorar la desgracia padecida.
No fue tanto un engaño ni debería considerarse como tal, sino más como el ejercicio necesario de una libertad recuperada tras tantos años de cautiverio, una necesidad casi vital que me permitiría conservar la cordura de esa doble vida de María, idílica a la vista de los demás y oscura a los ojos de unos pocos conocedores de su decisión vital.

No dejaré de reconocer que  ese ser extraordinario me generaba tanta ternura como desconfianza. Nunca fui portador de la inteligencia necesaria para afrontar la vida, pero percibí en esos momentos compartidos de vida con ella que controlaba cada mensaje emitido, descubriendo que nunca tuvo la necesidad de mentir, porque lo que decía siempre eran verdades que presentaban la facilidad de ocultar otras verdades que nunca saldrían a la luz y que jamás conocería. Bella forma de controlar la verdad, omitiendo la realidad, y convirtiéndola en la dueña y señora de la forma en que debía ser vista la vida.
Pero más desconfianza me generaba ver de qué manera era capaz de urdir engaños que el sumiso Jacob creía siempre que salían de sus labios.

Un día, sospechando de mis ausencias y asumiendo que eran la cuna de un engaño que yo había perpetrado, me indicó su imposibilidad de mantener ese contacto que hasta entonces había promovido y facilitado y excusándose con obligaciones que de repente surgían de la nada. Nunca sabré qué intenciones se ocultaron detrás de aquellas palabras reveladas.
Puede que no fuera capaz entonces de detectar una necesidad vital de María que le movía a querer retomar esa vida que nunca abandonó definitivamente, y puede que sabiendo que podría llegar el día en el que fuera demasiado tarde para ser recuperada, decidiera desandar sobre sus propios pasos.
O quizá por una vez en su existencia tuvo la debilidad de percibir la bondad de ese marido que siempre estaba ahí, torpe y necio en tantas ocasiones, pero que nunca dejó de satisfacer sus necesidades materiales a cambio de su entrega sumisa.
O puede que la herida de la sospecha de actos que imaginó y que nunca sucedieron abriera una puerta que sabía de forma calculada que algún día me mostraría para facilitarme la salida de su vida.
O quizá nada de eso ocurría y su bondad era mayor de lo que yo le presuponía.

Nunca me postraría ante ella para suplicar me repetía a mí mismo, pero pude con mi pasión y mi determinación retenerla, y puede que no supiera aprovechar la oportunidad que me había planteado la vida de salir de su influjo, dolido y herido, pero con la posibilidad de revivir.
Ella llenaba todo mi ser, ya que no sólo fueron momentos de pareja que vivía una pasión descontrolada, sino que mi alma descubría palabra tras palabra un ser increíble que me planteaba la inquietud de pensar y reflexionar, enriqueciendo mi ser unas veces con su cordura madura y otras con su infantil locura.

Y descubrí en sus conversaciones la inquietud que yo necesitaba, y encontré que mientras mis hermanos seguían la estela de un camino que yo me viera obligado a marcar por los hechos de mi existencia y en los que ellos nada aportaban, ella mostraba la sabiduría que muestran pocos seres humanos en la vida ya que no sienten la necesidad de llegar a la senectud para alcanzar el conocimiento que da la vida. Y todo ello unido a una ternura y un cariño que pocos seres son capaces de mostrar.

Horas de conversaciones inacabadas a su lado me mostraban un ser cuerdo frente al mundo de locura que regentaba yo por aquel entonces, o quizá siempre fui un loco, lo que explicaría mi sentimiento de decepción frente a la vida.
Como encajar en mi mente que mientras mi esposa, tan piadosa con los enfermos, me dejara a mí, sin hacerme una triste visita en mi enfermedad y locura, María asumiera mis faltas, mostrándose comprensiva  y paciente.

Su mente trabajaba en una imagen de lo que quería para sí misma, y al amor que el corazón le había impuesto por ese hombre que era yo, seguía el camino de su razón, previendo las ventajas de arrastrar poco a poco mi vida a la suya, y asumiendo lo que ella entendía como mis defectos, que en su balanza pesaban día a día cada vez más. Había calculado recibir en su vida un hombre roto, pero no tanto como para no poder arreglarlo como siempre había hecho.
Mostraba una capacidad casi innata por recoger objetos viejos y abandonados y darles una segunda vida, una segunda oportunidad, y en su mente dibujó un futuro en el que yo era la obra que reparar y que una vez arreglada, luciría como objeto decorativo para su uso y disfrute personal, en ese mundo que poco a poco, paso a paso, con paciencia y sin prisa, iba creando a su medida.

María tenía claro su futuro, ya que no asumía su presente, y de forma calculada iba dando pasos casi imperceptibles a la vista de Jacob que la iban apartando de él, pero a la vez, ningún avance percibía yo, que la veía en el mismo punto de partida en el que la encontré .
Días de soledad y sueño en una cama que representaba la madriguera donde abrazaba a sus crías.
Noches de vigilia que nunca sabría con qué o con quién llenaría.
Su relación de matrimonio se quebraba y se enfriaba al mismo ritmo que la nuestra se afianzaba siempre viviendo ambos en una futura esperanza, y creando en Jacob la desesperación de quien se encuentra en la vida con un problema que carecía de solución aparente y en el que ella se negaba a cambiar su postura de frialdad frente a la entrega antes vivida.

Vivimos en un mundo de paradojas donde lo que vemos no es lo mismo que lo que es.

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