CAPÍTULO DECIMOCTAVO.


CAPÍTULO DECIMOOCTAVO.

Todo comienzo representa a su vez, un final.



Vi como el rostro de María se arrugaba. Un gemido rasgó el silencio y las lágrimas comenzaron a brotar de esos ojos negros que reflejaban la inmensidad de un alma.
-“Me has engañado”.
-“Amor, por favor. No ha sido un engaño. Sólo hice uso de mi libertad y no fue para yacer con otra mujer”.
-“No lo entiendes ¿verdad?”. Musito entre sollozos.
-“No veo engaño en seguir la vida en la que me encontraste y en la que tú te enamoraste de mí, de mi forma de ser y mi carácter. Es el riesgo de estar con una persona que vive y hace sentirse vivo, que escucha y siente la necesidad de ayudar a los demás. Es el precio de amar a quien vive de cara a los demás y no de espaldas”.

Sus palabras  sonaban duras en esos labios dulces que tantas veces besaran mi cuerpo y carecían de esa ternura que en otras ocasiones saciaban mi necesidad de cariño y amor. De nuevo esa sensación de ser el causante del dolor y la decepción en el ser amado por querer ser yo mismo y tomar mis decisiones frente a personas que saben lo que quieren y que modelan la vida según su necesidad.

-“No confío”.- Sentenció María-.
-”Si algo había que podía separarnos, eso serían tus actos. No es lo que hicieras, sino que me lo ocultaras y a saber con qué finalidad lo harías. Yo fui sincera siempre. Piensa qué sentirías tú si yo hiciera lo mismo.
¿No lo entiendes verdad?”

No lo entendía, en efecto.
El miedo a su enfado hizo que le ocultara sí, pero un acto que en sí mismo no era portador de oscuras intenciones, ya que era un hecho que se representaba a la vista de todos y sin la intencionalidad que aquellas personas que viven una vida de engaños imprimen a sus acciones , pero ella no quería entender que mientras yo esperaba actuaba según mi conciencia me dictaba y que nunca debería haberle supuesto quebranto, ya que fueron acciones que corrían en paralelo a esa vida familiar que ella no interrumpió y en la que vivía sin detener las vivencias propias de una familia, las jornadas  propias de una esposa fiel.

En mi fuero interno sabía que esa desconfianza y sentimiento de engaño en su interior brotaba, no de mis actos, sino de medirme con la medida adquirida en una parte de su vida desordenada y en contacto continuo con la parte más oscura del ser humano. Una cruel injusticia dado que no era mi vida sino la suya.

Frente a mí se planteaba en ese momento la paradoja de tener que abandonar mi ilusión de futuro que no era mía sino suya y con la que me hizo soñar a fuerza de repetir esa vida que día tras día me describía entre caricias y palabras de amor.
Y en mi interior, sabía que mi voluntad quería luchar por María, porque entendía que mi sentimiento por ella así lo requería. Falso sentimiento habría sido aquel que se hubiera borrado de cualquier manera con la primera contrariedad que se presentara.
Un nuevo precipicio que no alcanzaba a entender se presentaba frente a mí, y me resultaba incomprensible asimilar cómo se hace desaparecer un sentimiento que tan fuertemente anida en lo más profundo de un ser.
Me mostraba incapaz de eliminar el sentimiento de mi amor por ese ser que llevaba conmigo fuera donde fuera, como si de una parte más de mi cuerpo y alma se tratara.

Nada podía hacer más que dejarla marchar, sabiendo que ya nada volvería a ser igual, puesto que si la separación de la que  había sido mi esposa hizo albergar en mi tras el tormento vivido el afán de sentirme libre, en este momento me sentía atrapado en la tristeza y la desolación, sentimientos desgarradores que me llevaban a la más profunda melancolía rememorando besos, caricias y pasiones perdidas.

María había tomado  su firme determinación según le dictaban sus principios, pero en vez de sentirse liviana y libre, se sintió hundida y apagada en su jaula de oro de la que sólo había podido salir en los sueños en los que se imaginaba una vida feliz a mi lado.
Las lágrimas no paraban de brotar y sintió la misma sensación de asfixia que siente aquel a quien le falta el aire para respirar.  Días oscuros sin amaneceres que contemplar ni noches que celebrar al lado de ese hombre del que no sólo se había enamorado, sino que le había extasiado día a día haciendo que se viera envuelta en una ilusión donde cada poro de mi piel le fascinaba, y cada caricia le había sacado de su prisión.

Extraña sensación la que se tiene cuando dos cuerpos están en sitios diferentes pero que se encuentran tan estrechamente unidos que siguen percibiéndose entrelazados para siempre.

Nuestra última noche juntos fue un drama vivido por ambos.
Comenzó a gemir sintiendo el alma rota por la decepción y asumiendo que no quería vivir una vida de engaños.
La llevé a acostarse y la abracé sin poder tras un largo lapso de tiempo amarla por última vez.
Ella se entregó conocedora de que no habría más entrega ni más noche ante nosotros.

Y en el interior de mi mente los días posteriores, una continua conversación conmigo mismo en la que descubría la contradicción de ser abandonado por decidir por mí mismo y por el temor de ella de sentirse engañada, sólo por el mero hecho de haber actuado sin maldad,  abandonarme ella, que mantuvo días, semanas y meses nuestra relación sobre la base del engaño a Jacob, ocultándole encuentros que nos unían a ella y a mí para separarlos a ella y a él.

La vida para mí no volvería a tener el sabor que tuvo cuando los días se organizaban en torno a los encuentros que pude planear con ella, y pese a saber que para tenerla yo como aparición extraña e inesperada de forma perentoria, debía tenerla él día tras día y poseerla tratando su cuerpo como objeto carente de sentimiento e ilusión. 

Se equivocó conmigo esa que se decía sería mi sirviente perpetua y eterna. Me quedaría para siempre la duda, tras aquella decisión de si aquel fue un acto calculado ante la imposibilidad de ejecutar sus sueños imposibles en los que dejaba todo para tomar mi mano y unirse en una vida propia de una aventura narrada y jamás vivida.

Ella lo sabía porque yo mismo se lo supliqué. Sabía que ponía en sus manos lo poco de vida que me quedaba.
En sus manos puse mi vida, en sus manos perdí mi alma.
Si algo tenía claro ya a estas alturas de mi vida es que no quería más dolor, porque no cabía más sufrimiento en mi ya agotado cuerpo. Todos los actores que interpretaron un papel en mi vida, confiaron en exceso en mi fortaleza, matando con cada acto de infamia la esperanza en unos sueños que no pasaron de ser eso, nunca realidades vividas sino esperanzas destruidas.
Mi vida ofrecida con la ilusión de quien espera, tratada como objeto sin valor que mereciera ser cuidada y protegida por nadie, carente de el mínimo respeto frente a cientos, quizá miles de actos de amor humildes pero con un precio incalculable para mí.

Ahí estaba, ante un camino tantas veces emprendido, y perdiendo en el recorrido la referencia de un paraíso al que llegar. De nada servía esperar como me decían esas personas que planteaban su vida usándome como un ser sin sentimientos, ya que nunca les importó la desazón generada en una sucesión de días que nunca merecerían la pena ser vividos.

En silencio, marché junto a aquellos hombres que decidieron confiar en mi palabra, y les indiqué que ese mismo día celebraríamos una cena en la que todos nos sentaríamos a la mesa.
Ellos se sintieron felices por el reencuentro con su maestro.
Yo me sentí triste porque esa era la despedida de mis discípulos.

Y llegada la noche, en un acto diferente a todos aquellos vividos con la única presencia de la luna, nos sentamos a la mesa como una familia.
Toda la cena transcurrió entre la algarabía de aquellas personas que, sin percatarse de mi profundo silencio, en el que dejaba que la tristeza se bañara en las aguas de la nostalgia, anunciaba mi despedida.
Es extraño como podemos llegar a estar rodeados de gente y sin embargo, que nadie perciba ni sienta nada de lo que nosotros llegamos a sentir.
Comimos, bebimos y nos relatamos experiencias que nos hicieron compartir  la sensación de unión.
Rememoramos caminos y sermones, gestos y proezas que sólo fueron momentos pasajeros de victoria en unas vidas rotas.

Llegado el final, alcé mis brazos y ante mi gesto, se hizo el silencio. Rasgué el aire con mi voz una vez más, la que sabría era la última:
-“Hermanos, largo fue el camino pero más largo el que nos queda por recorrer, aunque ninguno de nosotros es capaz de verlo ahora. Os espera una vida de triunfo y derrota, de victoria y de decepción, y pese a todo, que ninguna pena os aflija, porque lo que deba ser ocurrirá pese a que nuestra voluntad quiera contravenir al destino.
Es mi última cena con vosotros, y antes de que la pena os quebrante el corazón, sabed que está escrito el destino de un hombre desde el mismo momento de su nacimiento por la voluntad del padre, que determina con el mismo acto de la paternidad traer al mundo un ser, un hijo que será quien deba tomar el relevo en el trabajo de vivir que ya antes su padre inició, y antes que él, el padre de su padre.

Si la fortuna lo quiere, la vida será un paseo en un jardín destinado a sanar el quebranto del alma. Pero para aquel que sea señalado, pobre de aquel que sea marcado por el estigma del sufrimiento, ya que ese ser tropezará hasta caer, y ni toda la sabiduría le evitará el dolor.

Me voy hermanos porque no quiero dejarme llevar por el destino de la decepción. Y vosotros me ayudaréis a partir”.

Y señalando a uno de mis hermanos, aquel que se encargaba de administrar el dinero de las dádivas de las personas que nos escuchaban, dije:
-“Hermano, tú serás quien me ayudarás a partir. Los padres de la iglesia sienten el temor de quien hace peligrar su sustento criticando sus supercherías, fuente de su financiación y temiendo que abra los ojos a aquellos a quienes controlan con el miedo. Los invasores ven en mí el ser que perturba la paz incendiando las conciencias y temen la unión de un pueblo muerto en vida, llevado como rebaño al levantamiento.
Nada ansían más que el silencio de la voz que resuena en el alma del sediento, y no quiero vivir más. Es el momento de partir y abandonar mi lucha por cada bocanada de aire que me mantiene vivo. Para ello, acudirás al palacio del invasor y señalarás el punto donde podrán encontrarme y prenderme”.

De repente una voz me interrumpió:
-“Es por culpa de esa sucia mujer que te sedujo olvidando su deber sagrado de servicio eterno a su marido y esposo, que quebrantó la divina ley y que hizo que perdieras la cabeza”.
-“No, hermano,-contesté rápido- nadie hay en este mundo que merezca desprecio por sus actos, porque todos somos seres libres para destinar nuestros días a lo que dicte nuestra voluntad.
Recriminamos en los demás, pero aceptamos en nosotros. Es el respeto a los demás el único límite que debemos encontrar y que nos debe frenar. No hay pasado que marque nuestro presente ni nuestro futuro, y en todo caso, nos servirá para aprender la lección que la vida preparó para nosotros. No queramos que nadie aprenda por nuestra experiencia puesto que esa lección vital es personal e intransferible, única fuente de nuestra propia sabiduría.
Si alguno de vosotros entra en sus recuerdos y está limpio de acto réprobo, que arroje la primera piedra a esa mujer. Pero nadie podrá alzar la mano contra su prójimo porque todos hemos vivido, y ejercer la libertad es el ejercicio de vivir, y nadie está libre de pecado.

Y no os aflijáis por verme partir porque seguiré con vosotros estéis donde estéis, porque nadie desaparece mientras aquellos que compartieron su vida mantengan su recuerdo vivo. Dejadme que parta sabiendo que mi alma permanecerá viva en vuestro recuerdo. Nunca me olvidéis y encontrad en cada una de mis palabras y actos compartidos la ilusión que quise aportar. Nunca con mala intención, pero sí con la torpeza del bienintencionado que nada quiso ocultar.

Y en cualquier caso, ved en la comida y bebida de esta noche la representación de mi cuerpo y mi sangre, que removió conciencias desde la rabia del fracaso, que intentó vivir haciendo uso del mismo derecho que otros llegaron a disfrutar y que a mí se me negó.

Todos vivieron, todos olvidaron.

Todos los que me vivieron me reprocharon y culparon, nadie olvidó para perdonar”.

Parto para siempre; viviré para siempre.





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