CAPÍTULO SEXTO.
CAPÍTULO SEXTO. ¿Por fin?
No os dejéis engañar por las palabras. Guiaros por sus
actos y nunca por vuestros sentidos.
Mientras yo nunca me di por vencido, rompiéndose mi voluntad al igual que
rompen las olas del mar contra las rocas, se quebró la suya un día.
Lo sentía, lo veía, lo reconocía en un alma cansada de luchar una y otra
vez contra el infortunio de tener un esposo que lejos de seguirla a ciegas,
tiraba de su mano en dirección opuesta a su necesidad.
Los años de lucha por mi parte para que comprendiera que ya había utilizado
sobradamente su tiempo y el de la familia y que sin embargo no le bastaban,
puesto que todo era poco para sus necesidades.
Su percepción, que siempre respetaré, que hizo todo lo posible por nuestro
matrimonio, mientras que la mía fue que utilizó únicamente la escasa capacidad
de emoción representada en una entrega a su marido en el lecho y escasa, vacía
de contenido por la falta de sentimientos que ya había desde hace tiempo en su
alma e insuficiente por el hecho de que nada obligado y distanciado surte
efecto alguno.
Mi percepción, tan contraria como lo es el día a la noche, que ella nunca
quiso afrontar la causa de la enfermedad que nos devoró. Puedo pensar que nada
hay peor que un enfermo que se niegue el motivo y la causa de sus males, pero
lo hay, y es mi espera, a que la enfermedad mortal de necesidad que la devoraba
remitiera, pero hasta en eso tuve una confianza ciega a sus palabras, que me
decían una y otra vez que esperara a algo que nunca llegó.
Mujer de pocas palabras, interiorizó el dolor y la frustración
acumulada durante años en los que hizo y deshizo a su antojo, pero
recibiendo la recriminación de otra mirada, la mía, que nunca tuvo que excusar
faltas y delitos de nadie, que nunca priorizó nada antes que nuestra familia,
que nunca tuvo que dedicar sus energías a la defensa de lo indefendible.
Se sentía censurada y anulada, se sentía menospreciada y denostada con la
única sensación de perder todo valor ante mi
vista, pero preocupándose únicamente de recuperar esa bocanada de aire que
permite mantener la vida.
Yo, hombre de demasiadas palabras, hablé en exceso para no cambiar nada.
Porque nunca pude ni supe cambiar nada; lo que conseguí fue el efecto
contrario al deseado.
Si solicitaba tiempo dedicado a mi familia y a mí, me desesperaba cuando
nunca llegaba, pero sí se encontraba para todo lo demás. Nunca reconocerá que
se comportó como el mal hombre de campo, que espera recoger cosecha cuando, en
el momento de la siembra y el cuidado de la tierra, la pereza y la diversión le
llevan a otros menesteres.
Me atribuyó el papel de verdugo de su libertad, del responsable de un dolor
imperecedero, del causante de su desgracia, del irrespetuoso que osó faltar al
respeto de aquellos que fueron, eran y serían, los únicos que siempre gozarían
de su comprensión, cuando mi único delito cometido fue el de destacar las
faltas cometidas por los suyos que sufría cada vez que invadían el espacio
vital de nuestro hogar, y el de recordarle que nuestra familia acabó siendo
fundada y levantada para satisfacerlos a ellos.
Su explicación, que nunca acepté a su familia.
La realidad, que nada hubo en nuestras vidas que no pasara por su absurda
voluntad y necedad que fue la que nos empujó al lamento y al dolor.
Recordaría todo lo que me restaba de vida ese amargo momento en el que mis
palabras volaron hacía ella queriendo confirmar lo que ya hacía tiempo
reconocía:
-"Sé que estás cansada, aborrecida. ¿Y si hablamos?”
De nada sirvió, puesto que ya, ella y su familia habían decidido y
planificado la ruptura de un vínculo que nunca debió soportar tan amargas
tensiones. Para los miembros de esta estirpe pudo tratarse todo como un simple
juego, pero para mí fue la puñalada certera que mató mi vida y mis ilusiones.
Podrán engañaros si lo deseáis, pero nunca creáis a quien os diga que nunca
supe mirar con el corazón, porque nunca, y digo bien, nunca, usé los ojos para
sentir a las personas que me acompañaron en mi vida.
Ella, mantuvo su regla de silencio con el que eligió libremente y ante
los ojos de Dios como su marido, y no compartió su pensamiento
y decisión, que no era otra que librarse de esa pesada carga en la que me había
convertido. Que desapareciera, no la causa de sus desvelos, sino la voz de una
conciencia que debía callar.
Era doloroso escuchar reproches del comportamiento hiriente de los suyos,
recriminar cómo, por ejemplo, el patriarca se vanagloriaba delante de sus
descendientes, de pegarle al pobre maestro de oración cuando era un niño.
Imagino que la falta que cometió aquel pobre hombre que recibió el golpe de
aquella irresponsable criatura, sería la de trabajar por educar a unos niños
para dar de comer a los suyos. Una muestra del carácter que se lleva dentro de
uno mismo desde la cuna.
Causaba tanto dolor recriminar esas historias que relataba a los pequeños, en las que contaba sus proezas de juventud, donde la bebida le hacía vomitar y, como acto reflejo, volver a tragar lo regurgitado. Era todo un ejemplo.
Hería mis sentimientos como padre ver que mis hijos reclamaban una mirada
de ese hombre, que les daba la espalda cuando otro vástago de la estirpe captaba
su atención.
Demasiado pequeños para entender que las personas que les acompañaban en la
vida, no lo hacían por amor, sino por su propio interés de saciar un instinto
desafortunado.
Y éste fue el mismo ser que no tuvo la vergüenza de pronunciar un día estas
palabras sobre mí :
-“Así es como se comporta un padre”.
Eran insoportables mis palabras que recriminaban cómo nuestros hijos
perdían la posición de protagonistas que ellos les habían dado para darles
luego la espalda, o que no ejercieran su papel adquirido por la fuerza de
adultos responsables en las más que habituales disputas de niños. Antes bien
descubrí horrorizado como su indicación a mis hijos era que no debían
defenderse. Quizá era lo que esperaron de mí: que no me defendiera nunca.
Había decidido sobre nosotros una vez más, con el conocimiento de los
suyos, seguramente sabiendo leer los intereses de esos seres que, llegados a
una edad avanzada, querían cerrar el círculo que antaño abrieran, donde el
principio y fin pasaba por su felicidad. El interés de personas que entrando en
una senectud perfecta, deseaban encerrar a su progenie en torno a ellos, sin importar las necesidades reales de los
que tuvieron la desgracia de ser poco más que objetos a disposición de su
arbitraria voluntad.
Cuan triste es ver cómo a la que había sido mi esposa, le resultó tan fácil
adivinar la necesidad de otros, y la imposibilidad de reconocer el lamento de
mi mirada y mis palabras reclamando un amor que nunca llegó.
A veces la solución, aunque sencilla, no se desea encontrar.
Todo se mantuvo en una calma falsa y equívoca, motivada por saber que
llegarían meses más tarde las celebraciones religiosas que mis hijos debían
protagonizar, la celebración religiosa del abandono de la niñez, y que no fue
sino otro de esos momentos de nuestra vida cuya única finalidad era la
satisfacción de los suyos nuevamente. Debía garantizarse para que su progenie
obtuviera de nuevo el cumplimiento de sus necesidades básicas y primarias, y no
sólo fue eso, sino que además, fue la clara escenificación poco disimulada de
los miembros de esa maquiavélica estirpe de un regreso a los orígenes donde se
estaban ya encaminando cada uno de sus miembros
al inicio de un plan maquinado en la oscuridad de los días, y que se
llevaría a cabo con la frialdad de un invierno eterno.
Qué cabía esperar de esos que basaban su vida en la falsedad religiosa,
quizá porque necesitaban más que nadie el perdón de los pecados. Realmente
necesitaban cubrir su espacio en la vida social siendo vistos en las
procesiones, en los sacrificios, en las ofrendas. Sobre todo, ser vistos, como
si la fe y la creencia se midieran con la presencia en los actos religiosos.
Una verdadera ofensa al Señor cuando sus actos en la tierra carecían de toda
misericordia y amor frente al prójimo.
Y llegado el momento, no hicieron falta las palabras, puesto que ella
decidió que yo debía abandonar su vida y la de nuestra familia.
No puedo negar que ella sufriera dolor, un dolor que podría haber sido
evitado si hubiera encontrado tiempo en su vida para nosotros, el mismo que
encontró para la suya.
Mi pena fue inmensa, al saberme la parte prescindible de su vida. Nada le
negué y nada le habría negado, y ahora, en este instante sentía de forma más
clara y nítida cómo escenificaba su retirada de mi lado para colocarse al lado
de los miembros de su familia, dejándome la sensación de vacío y soledad, de
abandono que sólo es capaz de producir
aquella persona que carece de cualquier sentido de humanidad.
No niego que ella sintiera dolor, debido a que escuchaba de mi boca el
análisis de los actos de unas personas que lejos de vivir y dejar vivir, se
empecinaron una y otra vez en controlar y manipular por su interés.
Todo lo demás, debía permanecer como siempre, pero yo, debía salir
indefectiblemente, desaparecer, desvanecerme.
Y esperaban que fuera de forma silenciosa, acatando su decisión de forma
que nada les perturbara, que aceptara y marchara, como si la vida se pudiera
abandonar así como quien se deja parte del equipaje de un viaje que no se
precisa y que lastra en el camino.
Debía liberar un espacio que ellos cubrirían, porque, mientras yo
permaneciera en la casa, ellos no podrían entrar en el hogar que siempre
consideraron suyo.
Y como intento último y desesperado de salvación, intenté aportar la que
creí una solución:
-Entiendo cómo te sientes,-le dije-, han sido años en los que toda
conversación, todo diálogo, ha acabado sin encuentro, con un único punto en el
que estábamos de acuerdo.
¿Recuerdas?
Sé que recuerdas que nuestras discusiones acababan con nuestro reproche
mutuo: "esa es tu realidad".
Y yo, consciente de que hemos vivido dos realidades diferentes que nos han
enfrentado una y otra vez, porque lo que le gusta a uno, no tiene por qué ser lo que le gusta al otro, y que pese a todo, se ha
impuesto, creo que lo mejor para nosotros y para nuestros hijos sería mantener
una convivencia en la que, los niños vivirían con sus padres esa vida que han
conocido, y nosotros, sin nada que reprocharnos ya, sólo compartiríamos tiempo
y espacio, pero no vida.
Ella me espetó, fría, decidida:
-“Eso es imposible, debes salir de esta casa. La convivencia contigo es
imposible”.
Que palabras tan lógicas. Convivir conmigo fue imposible porque era el
único que recriminaba por igual los caprichos y los desmanes, las faltas de
respeto y las muestras de incapacidad.
Que más daba, en ese punto en el que había creado una imagen de mí en la
que fui la causa de sus males pasados, ser el causante de sus males futuros.
Aceptad mi consejo si lo deseáis, nunca creáis las palabras de aquellos
seres que necesitan ocultar sus viles actos, ya que la finalidad de estas
palabras no son otras que tapar las vergüenzas propias en un acto desesperado.
Y tú, falso siervo del señor, sí tú, minsitro del señor, recuerda que se
dirigió a ti para buscar un falso consuelo frente a una falsa losa de pena con
la que cubría sus verguenzas, y en tu sabiduría pero desde la ignorancia, y
confiando en la bondad de sus actos en los momentos más duros de tu vida,
supiste transmitirle que se debía aceptar el sacrificio del cónyuge perdido,
porque esa era la verdadera grandeza del amor en el matrimonio, esperar que el
perdido se encontrara gracias a la luz de su amor.
Cometiste el mismo error que yo, confiar en sus palabras, que escondían su
necesidad, no la grandeza del amor verdadero.
El amor se convierte con las personas egoístas en un arma de doble filo.
Uno inofensivo y amable que pide confianza y tiempo para ellos. Otro cruel y
despiadado que produce el corte por el que te desangras, que te niega la misma
confianza que se solicitó para ti.