CAPÍTULO SÉPTIMO.
CAPÍTULO SÉPTIMO. ¿Hasta cuándo?
No esperes que el
fallecido regrese del reino de los muertos. Cuando el difunto parte, lo hace
para no volver.
Nada había más que hacer, sólo esperar un tiempo indefinido e
indeterminado, un tiempo finito pero desconocido en el que todo se precipitase.
La visión que obtenía cada vez que regresaba a casa era la de mis escasas
pertenencias en la entrada de la casa que construyera con mis manos, preparadas
por ella en cada arranque de odio no disimulado, esperando a salir como yo
camino de un destino perdido.
Se abrió ante nosotros una etapa que sólo puedo calificar como horrible, ya
que si hasta entonces las diferencias habían marcado nuestra vida, ahora, estas
mismas diferencias, se utilizaban como armas despiadadas de defensa y ataque
por ambas partes.
El hogar, una batalla campal constante.
Aunque mi intención siempre fue la de proteger a mis
hijos, que quedaran ajenos a toda discusión y debate, con el tiempo comprendí
que ella no sólo me reprochaba, sino que además, en una maniobra preparada
desde la frialdad de quien no tuvo nunca corazón, me calificaba de forma
negativa delante de ellos. Su mente crearía una imagen deforme, de padre
lejano, distante, despreocupado de su familia, el desequilibrado que grita a
mamá, para que en su fuero interno, movidos por tal visión, salieran en defensa
de esa persona débil, herida y doliente, fuente de amor tan injustamente
tratada, y decidieran protegerla y ampararla.
Su discurso comenzó de forma conciliadora:
-“Estaré para lo que necesites, y siempre que me
necesites”.
Era una falsedad más como todas las que había pronunciado
ya.
Tenía claro que quería mantener su vida intacta, y sólo
yo debería salir de ella, porque esa era para ella la llave que abría la puerta
de su felicidad.
Para conseguir sus fines, me planteó mi salida del hogar
como un favor que me hacía, dibujando mi futuro, en el que me libraba de todo
mal, todo aquello que me había atormentado, y todo lo que
me proponía, como siempre, por el bien de nuestros hijos,
escondiendo el suyo y el de su familia, que debía garantizar a toda costa. En
su mente perturbada por tanto dolor sufrido creado por su idea de vida plasmada
en nuestro hogar, reconocía de forma velada, que lo que yo viví, lo que yo
sufrí, no era un mal sueño ni la percepción de un enfermo, sino la realidad de
un castigo hasta entonces eterno y descarnado.
Todo lo que me dibujaba era un mundo perfecto, con la
única finalidad de que me engañara a mí mismo, aunque ambos sabíamos que mi
mundo perfecto y nunca alcanzado fue tener un hogar, una esposa y unos hijos.
En definitiva, una familia.
Pero además, sabía que su familia, tan firmemente sentida
por sus vínculos de sangre, podría verse afectada ante los ojos de los demás en
caso de que se conociera cúal era su verdadera naturaleza, por lo que se
precipitaron a sembrar la semilla de la falsedad entre amigos y vecinos. Si una relación de dos no funciona,
bien puede ser por ambas partes, pero no se podía permitir que salieran a la
luz las injerencias, las faltas de respeto, los intereses velados de esa gente que adoraba hasta tal
punto de llegar a sacrificar nuestra familia y nuestra vida, y que le llevó de
forma ciega a permitirse cometer el mayor pecado que ella podía cometer, que
fue romper un vínculo sagrado como lo era el del matrimonio.
Para ello, igual que se va filtrando poco a poco el agua
en la tierra, se ocuparon de transmitir una imagen violenta, una secuencia de
hechos sacados de contexto, para que la gente se posicionara frente a mí, para
demostrar frente a los demás, que yo únicamente era el responsable de las
desgracias pasadas, presentes y futuras. Víctimas y verdugos, presentaban
una imagen idílica, conveniente para los que sólo tienen la capacidad de
diferenciar entre buenos y malos.
No quiero imaginar qué se llegó a decir de mí. Las
mentiras que corrieron a extender, no dejarían de ser más que el reflejo de un
carácter que siempre les acompañaría en la vida, la clara demostración de la
falta de respeto ante los demás, y que había llevado de la mano a sus actos,
sin importarles el dolor generado. Era lógico que aprovechasen la oportunidad
que les brindaba la vida de hundirme, yo que siempre fui la presa a abatir.
Y vi las caras de desprecio en mis vecinos, en mis amigos,
noté el aliento fétido de la soledad, unido al infierno de un hogar al que
llegaba después de un duro y largo día de trabajo y donde recogía tempestades.
Tuve que soportar como algún niño no me pudiera siquiera
mirar a los ojos, apartando su mirada de la mía porque era la representación del
mal.
Lo que nunca contó, pero quedará entre ella y yo, fue
como intenté durante días alertarle de los peligros a los que se enfrentaba,
lejos de amenazarla, para que se preparara, porque aún sentía cuando menos
cariño, ya que la decepción de su decisión me impedía amarla.
Nunca había aceptado mis consejos, menos lo habría de
hacer en esos momentos. Sólo lo interpretó como una buena oportunidad para
seguir marcando la imagen de padre tormentoso en mis hijos y para extraer odio
con el que provocar la ira de los que no supieron ver más allá.
No les bastaba con sacarme de mi hogar para hacerse un
lugar que nunca perdieron. Necesitaban humillarme, derribarme, anular mi imagen
y los actos que hubiera realizado por el bien de mi familia.
Nunca me preocuparon los demás; bastante tenía con
preocuparme de qué sería de mí, de preocuparme de qué sería de mis hijos, en
aquel cenagal en el que se quedaban secuestrados por las conveniencias de los
demás, y no porque sus necesidades así lo marcaran.
La decisión la había tomado, no iba a contrariarla, y su
voluntad fue tan firme que en ningún momento vi una lágrima que acompañara las
mías cuando la desesperación me superaba ante la horrenda visión que se me
presentaba.
Pero dónde quedaron mis palabras, todas aquellas dedicadas
a recordarle que su realidad, la misma que le había llevado a abandonarme, la
misma que le hizo imaginar un mundo perfecto sin mí, era sólo eso, su realidad,
y que pronto se enfrentaría a un mundo real, en el que nada podría imponer,
como lo hizo en su matrimonio, salvo cuando encontrara en su camino personas
débiles de pensamiento y corazón.
Mi eterna pregunta, por qué no contaron por qué hicieron de mi vida un infierno, por qué un hombre llega a sentir la desesperación,
por qué ella perdió la paciencia cuando veía que pasaban los días y
no conseguía sacarme de su vida como ella planeó de forma inmediata.
En su imaginación le habían hecho suponer que todo sería
sencillo, que asumiría su decisión acatándola en silencio, que abandonaría sin
más, sin lucha alguna por mi parte, abandonando mi pasado para abrirle las
puertas a su futuro.
Y lo más importante, que necesidad había, si tanto le
importaban su prole de usar una y otra vez a sus hijos para satisfacer las
ansias animales de los suyos, sin importarle que llegara a ser perjudicial un
ambiente que les generó inseguridades en su personalidad, que creó en su ser la
dependencia emocional en vez de la autonomía de unos niños que en un mañana
serían hombres.
Aprendí de la vida. Aprendí de las personas o creí
aprender a la vista de lo que me depararía la vida más adelante, y que dura fue
la lección, querida amiga.
El egoísta se escuda en los demás para esconder sus decisiones según le convenga. Ni piensa ni pensará en los demás, ni los amará. Sólo
los utilizará cuando le convenga, les ocultará y engañará si lo necesita para
ser feliz.
Este tipo de persona no merece las lágrimas que
derramamos por ella en nuestra vida, porque esconderá su beneficio en los que
te ofrece, cuando está saciando su necesidad a veces animal e irracional,
protegiendo su vida con la parte racional, porque desarrolla un instinto de
supervivencia que supera al de los demás. Ese instinto es capaz de jugar con
los sentimientos de las personas que utiliza en su vida, sin importarle el
corazón roto que deja atrás al dejarte en el camino.
Y al torpe como yo, que se arriesga en la vida a
entregarles esa parte que es más corazón que otra cosa, sólo le resta recoger
algún pedazo de alma destrozada y abandonada que queda inerte
frente a esas partes que se llevan, y comprobar
con un sentimiento de vacío que tu alma ha sido tratada como basura y no
como la parte vital de un ser humano.
Sólo yo sé que en cada una de las palabras que me brindó la vida la
oportunidad de sacar de mí, había un lamento sordo y desesperado que pretendía
en vano que si algo quedaba de sentimiento en ese ser, si algo había sentido
por mí en alguna ocasión, saliera en mi defensa aun cuando solo fuera por
aportar valor a los buenos y felices momentos que
compartimos.
En absoluto pasó esto, y tampoco se le pasó por la cabeza cambiar su
decisión.
Afrontaba una desesperación total al ver que infinitas razones
hubiera tenido yo para abandonar durante todo el tiempo que compartimos, y sin
embargo nunca me sirvieron más que para luchar sin
rendirme. Y ella, en ese instante, se situaba frente a mí, fría,
mostrando una falta de sentimientos que le hacía tomar sin dudas una decisión
en su vida que era a su vez una decisión sobre la mía.
Es cruel percibir el escaso valor que aportas a alguien que sin compasión,
sin vacilación, decide romper un vínculo que me hizo creer indisoluble.
Lejos quedaban esos momentos del inicio de nuestra vida
juntos en los que como a toda pareja le parece imprescindible para vivir el ser
al que ama.
Fallé, puede ser, pero ella también lo hizo aun cuando se
mostrara ciega ante el dolor que provocaron sus actos, los mismos para los que
encontró siempre justificación y pidió comprensión.
Sus fallos no lo eran. Me los presentó una y otra vez
como las obligaciones que no fueron nunca decisiones.
Lo más duro, lo más triste, resumir años de trabajo en
común como un error.
Tuve que partir.
Tuve que abandonar.
Tuve que caminar lejos.
Tuve que callar.