CAPÍTULO CUARTO
CAPÍTULO CUARTO ¿Quién?
No esperes que la bestia entienda porque solo sigue, y
seguirá, su instinto de supervivencia.
Y llegó nuestro segundo hijo, al que llamaríamos como el profeta,
y acogí su llegada con la misma esperanza, con el mismo amor y alegría que
a nuestro primogénito, confiando y esperando, siempre esperando, a que nuestra
familia encontrara por fin su camino como tal.
Pero esa fue una inútil esperanza, que los mismos perturbadores e
inquietantes visitantes se encargaron de eliminar, ya que nada les impidió
intentar seguir con lo que entonces ya se había convertido en una costumbre no
escrita, pero firme en sus conciencias.
Hablé con mi mujer, confiando siempre en el diálogo, nunca desde la
imposición, y le dije que debíamos proteger a nuestros hijos, ya que
nuestra obligación divina como padres era no dejarlos indefensos, dando margen
a que el nuevo vástago de la estirpe se convirtiera en el centro de las
algarabías de su familia, dejando a nuestro hijo mayor de lado, como juguete viejo
y olvidado.
La primera lección que deberíamos aprender en la vida es a no utilizar a
las personas como meros objetos que tomar y dejar según nuestra conveniencia y
gusto.
Por desgracia recorren la tierra las personas que solo entienden el
capricho, la necesidad de saciar el gusto temporal y pasajero, y utilizan el
engaño para que sus víctimas acudan a cumplir sus tristes necesidades.
Solo conseguí más distanciamiento en el matrimonio, y lo que es peor, que
abriera esta vez la puerta a las mentiras, ya que sus ansias de devorar no
tuvieron nunca fin.
Ella asumió el papel de defensora de sus intereses, con una firme
convicción que le acompañaría hasta la tumba, luchando por los objetivos de
esos seres incapaces de entender que su propia felicidad no generaría más que
dolor en quienes les acompañábamos.
Me buscaban tareas para que una vez hubiera salido de casa, pudieran entrar
ellos con toda libertad, y de esta forma no perder esa obligación que sin
saberlo ni nuestros hijos ni yo, habíamos adquirido.
Cualquier excusa era buena, y mi esposa, cómplice y partícipe consciente de
ese estilo de vida, se encargaba de poner el cebo en el anzuelo, para que yo,
incauto, picara.
Lo que más me ha dolido de ella, es que nunca reconoció el mal que me
provocó, antes bien, no tuvo inconveniente en señalarme como el culpable único
de todas las desgracias que padecía nuestra familia, con el fin de proteger a
los suyos, y que quedaran indemnes de todos las faltas cometidas.
Unas veces me rogaba llevar a nuestro primogénito a la orilla del río a
jugar, y no habíamos salido por la puerta que el patriarca entraba por la misma
para usar como juguete a mi hijo menor.
Otras, me solicitaban ayuda en absurdos menesteres, para que la matriarca
invadiera nuestro hogar.
Actuaban como cazadores que con astucia aguardan a que la presa baje la
guardia, ya que sabían que nadie hay que pueda defender todo ataque, más si
cabe cuando éste no se espera.
Alfajarín |
Con el tiempo supe que nunca se puede vivir con quien no te sabe
valorar, sino denostar y sacrificar, en favor de
unas costumbres arcaicas y retrógradas, inamovibles a pesar del paso de los
años y de la evolución de la sociedad. Sé que yo, como cualquiera, puedo caer
en el error, pero todos, aun cuando sea por
equivocación, acertamos aunque sea, una vez en nuestras vidas, y en este mundo
fabricado a la medida de su visión de la vida, nunca, digo bien, nunca tuve la
razón de mi lado.
Fue duro asumir ahora el escaso valor que tuve en su existencia. Queda en
mí la duda razonable de si nunca me amó, de si sólo fui el medio para alcanzar
sus fines. Me asalta la pregunta de si realmente merecí ser convertido en un
mero animal que sacrificar por una familia cerrada
a sus miembros, casi endogámica.
Para ser veraz y sincero, para no ofender a la verdad ante los ojos de la
historia, yo cometí errores, pero los reconozco ahora y los reconocí entonces.
La rabia de ver nuestro destino en manos de otros, la desesperación de no ser
dueño de mi vida, la injusticia de ser siempre el condenado en un juicio perpetuo
en el que los demás nunca erraban y yo pecaba, esa desesperación, me hizo
perder los nervios, el control de la situación, alzar la voz, pensando que esas
palabras más altas que el silencio, despertarían la conciencia perpetuamente
dormida.
Solo conseguí perder una y otra vez la razón que ya se me había negado
antes de emitir algún juicio de valor, antes de que pudiera valorarse siquiera,
si detrás de mis pensamientos había un sesgo de verdad, una puerta a una
realidad distinta y posible, razonable y sincera. Fui ese trapo inerte y
anulado en vida como persona.
Nunca argumenté para imponer, sino para aconsejar, aportando elementos de
juicio donde ya se había perdido, puesto que es preferible pensar, en el mundo
de los justos, antes que tomar una decisión irracional.
Y frente a mis palabras, defensa firme de su familia, acusación manifiesta
a mi persona.
Cuan injusto es que las acciones de otros acaben perjudicando a quien las
soporta.
¿Quién puede poner límites a la naturaleza de un ser humano empecinado en
conseguir sus fines? Pues ellos no se los impusieron, y ante semejante
situación, en la que no iban a aceptar perder las prerrogativas alcanzadas y
mantenidas en el devenir del tiempo, planearon y perpetraron el más perverso de
los planes, siempre con la intención de alcanzar su beneficio personal.
En aquellos días, el cobarde gobernador, sometido al yugo del invasor, un
mero muñeco sin capacidad de decidir siquiera el aire que respirar, pero que
mantenía su estómago lleno, mientras su pueblo sentía el hambre, necesitó
cubrir un puesto de sirvienta en la cámara principal de palacio. La desgracia
quiso que la que lo fuera hasta la fecha envejeciera y enfermara.
Es triste ver como las personas nos convertimos para poder comer, en
simples animales que se sustituyen sin el menor reparo, sin el menor
sentimiento.
Y los de su estirpe llamaron a todas las puertas posibles, pidieron favores
y perpetraron todo tipo de planes por ese puesto para mi esposa, sin
importarles nada, ya que en su fuero interno planificaron fríamente que
si ella dedicaba su tiempo a otras casas, nuestros hijos pasarían a estar a su
merced como debía ser en su orden natural de la vida.
Y fue estudiar y poner en práctica su conspiración, todo uno, consiguiendo
para mi esposa ese puesto que la llevaría lejos del hogar, con las
consecuencias que tuvo en el lugar. Todos querían comida y sustento
garantizado, pero solo una persona lo había conseguido, sabiendo todos que lo
hizo mediante favores y privilegios. Durante un tiempo no se habló de otra
cosa. Pero los habitantes desconocían el motivo real de semejantes movimientos.
Somos ciegos ante los acontecimientos que vivimos, puesto que solo somos
capaces de ver y percibir lo que está a la vista. Es como evaluar el fruto de
un árbol por su aspecto exterior, ajenos al interior, que en ocasiones oculta
la putrefacción.
Y donde los demás vieron un juego de poder e imposición, se estaba
fraguando una nueva maniobra para que se mantuvieran las ambiciones de las
personas que hicieron de mi familia el objeto de sus juegos.
Donde los demás vieron una mera manipulación, yo descubrí con el tiempo un
movimiento ambicioso en el que un interés personal de dos, determinaba la vida
de cuatro. Crear un espacio que nunca debió existir, en nuestras vidas, para
cederlo a las suyas. Que nuestros hijos cubrieran esa necesidad infame, a costa
de nuestro tiempo de familia.
Y con la nueva situación, ella se convirtió de forma voluntaria y
consciente en una pésima gestora de su tiempo y a la vez de nuestras vidas,
aportando todo su capital a una vida en la que yo no estaba ni estaría.
Días que pasaban y en los que no coincidíamos en esa casa que tanto me rogó
necesitaba para ser feliz, ni en esa cama a la que presta acudía para fabricar
nietos, que no hijos, cuando le interesó.
Días en los que por fortuna, en su ausencia y cuando mis labores me lo
permitían, estuve disfrutando de mis hijos, jugando, enseñando, preparando sus
comidas, sus baños,…
Solo la realidad sabe que llevé el peso de un hogar que bien podría haber
evitado, pero que en la continua necesidad de darle una y otra vez a esa mujer
lo que fuera necesario nunca puse en duda.
Y en esos días ya estaba sufriendo un proceso en el que poco a poco y como
enfermedad silenciosa, iban trabajando en las mentes y sentimientos de mis
hijos, generando en ellos una memoria en la que la figura de los patriarcas era
la única de este mundo, como referente para toda acción y opinión, y que si
antaño marcó las pautas de la que era mi esposa, ahora lo pretendieron con mis
hijos.
Si ya es difícil sobrellevar la vida, más lo es intentar dirigir un barco
donde muchas personas son las que llevan el timón.