CAPÍTULO OCTAVO.
CAPÍTULO
OCTAVO. ¿Es el fin?
Si te preguntas que siente un animal maltratado,
yo te lo diré, siente lo mismo que siente un hombre solitario.
Acabé abandonando, rindiéndome a la evidencia.
Nunca supo amar, puesto que una mujer que ama a su
esposo, no se empeña una y otra vez en vivir de espaldas a su sentir, sino que
le escucha, le entiende y le transmite lo que siente, antes que mantener su
silencio, un silencio intencionado que buscaba mantener la libertad para
realizar los actos deliberados que hicieron de la existencia de su marido un
infierno en la tierra.
Nunca supo amar, ya que una mujer que ama a un hombre, no
lo abandona en vida, permitiendo que le
mendigue día tras día tiempo y amor. Éstos brotan del corazón cuando se siente
el respeto de quien ha centrado su vida en su familia.
Nunca supo amar, porque una mujer que ama a su pareja, no
antepone los intereses de su parentela, y
olvida los de su propia familia, dejando a su marido de lado como si de
un objeto olvidado se tratara. Días y noches sin un mísero plato de comida o de
cena en la mesa, mientras nunca faltaron las viandas en las celebraciones que
realizó con gusto con los suyos, actos
que nunca se evitaron como sí se hizo con el acto del amor entre marido y
mujer.
Nunca supo amar, lo sé, lo sentí,
porque sólo yo entendí a mis hijos, que felices a mi lado en casa, preferían no
ser vistos junto a mí en la calle, donde pasaban vergüenza. Sabían que ese
padre era del que se hablaba y se decía que era un monstruo, para apoyar la
falsedad interesada de quien buscaba ocultar su verdadera y cruel cara. Sólo yo
le llamé la atención cuando comprobé en los pequeños el tormento al que
estuvieron sometidos en todo ese tiempo de su vida.
Nunca supo amar. Mi última
imagen de ella fue la que retuve mientras viví, la de sus manos hundidas en mis
entrañas, sin importar que de ello dependiera si vivía o moría. Sus manos una
vez más ahogaban mi ser entregando mi vida a los demás, presentando una
convivencia infernal y una descripción de mi persona que estaba alejada de la
realidad, pero que permitía proteger lo que siempre protegió en esta vida, a sí
misma y a los que eligió para que fueran los que le proporcionaran su
felicidad. Su estirpe.
Nunca supo amar, porque todo su amor ya estuvo depositado
en quienes la empujaron a su destino desde el primer día hasta el último de su
existencia.
Nunca nadie así sabe amar,
porque regalan su cuerpo y su tiempo como mero objeto , y pierden la referencia
de la belleza del corazón de un ser humano que se les entrega sin reserva
alguna .
Me llevé como único equipaje
la decepción que generaron sus palabras en mí, cuando me dijo que yo había sido
una equivocación, a lo que le respondí que nunca lo sería para mí, puesto que
nuestros hijos habían surgido de dicho matrimonio.
Cargué mi sentimiento de
abandono y su sentimiento de amargura como único equipaje de años de amor no
entendido. Según ella, la amé a mi manera, aunque supe que se mentía a sí
misma, cuando me llegó a reprochar que nunca le dediqué una palabra cariñosa.
Nunca las guerras fueron
justas.
Y yo, desde entonces, me
sentí anulado como persona y hundido, porque el
único sentimiento que supo poner en mi fue el de ser un hombre de escaso valor, una persona de la que se puede prescindir porque fui lo único que sobraba
en su vida.
Desde el primer día de esa
nueva vida, me asomé a la soledad y al frio que siente quien no está en los
brazos de su mujer; me enfrenté al dolor de perder el cariño y la sonrisa de
unos hijos que arrebató de mi vida para ponerlos en la vida de esos lobos con
piel de cordero, acompañado sólo por palabras descarnadas como oí pronunciar de
sus labios, en las que me decía, que primero partiera, y luego, quién sabía si
no podríamos volvernos a enamorar.
Estas palabras se hundían todavía
más en mi corazón roto, demostrando que quien juega con los sentimientos de
los demás, cree tener la capacidad de diseñar el destino de las personas.
Me retiré a los montes de la
villa rendido, derrotado, anulado, pensando que la muerte en vida debía ser mi
hogar, y durante
más de cuarenta días y cuarenta noches soporté el castigo de mi mente
atormentada, rememorando sucesos, palabras, enfrentamientos, recordando todos
esos años en los que yo tenía que sentirme incómodo y molesto para que ellos se
sintieran felices. No es que fuéramos incompatibles, o el uno o los otros, no
es que quisiera vivir aislado y aislar a mi mujer y a mis hijos, sólo era que
quería una parcela de vida de familia que nunca tuvimos y siempre confié tener.
En esos días de soledad, la
tentación se presentó en forma de remordimiento, culpándome de no haber
sido capaz de callar cuando ellos hablaban, cuando ellos despreciaban mi forma
de ver las cosas. El demonio me habló y me dijo cuan torpe había sido no
cediendo y dejando imponer sus caprichos que dejaban a mis hijos a su libre
disposición siempre que ellos no tuvieran otros quehaceres como una visita a un
difunto que poco les podía ya importunar, o la presencia en una liturgia.
La culpa de lo que pasó fue
mía. Lo sé, porque por amor y con la falsa creencia de que ella apreciaría mis
actos, acepté lo que otro hombre en mi lugar nunca hubiera aceptado durante
años.
Y cansado del retiro, que me
presentaba frente a mi pueblo como el cobarde delincuente que se esconde de los
demás por la pesada carga de la culpabilidad, decidí que era el momento de
proclamar las faltas de esa gente, lo que nunca se quiso contar, lo que se
vivió en mi hogar, divulgar la verdadera razón de por qué la convivencia fue
imposible, porque al hacerlo, ayudaría
al prójimo a aprender a convivir en paz.
No fue el rencor, sino el
deseo de proclamar que la convivencia entre iguales, se basa, ni más ni menos
en el respeto, ese respeto que nunca convendrá al dictador.
No fue el dolor, sino el
ansia de que fuera yo el último ser que
debía sufrir el enfrentamiento entre dos mundos que chocan entre sí, donde sólo
uno puede y debe sobrevivir.
Sólo fue la decisión de un
desahuciado que perdió su hogar al tomar por
fin después de tantos años una determinación propia, que no era otra que
dedicar el tiempo a alertar a los incautos como yo, a despreciar a los duros de
corazón, e inventar un mundo donde el respeto y el amor pudieran habitar en los
corazones de las personas.
Sin saberlo me convertiría en maestro del alma, en
admirado mesías para los despojados de la razón, y a la vez, estaba marcando,
no sólo mi alma sino el destino de mi cuerpo, que no fue otro que el del
sufrimiento, el
dolor y la muerte.